Córdoba o la cuna de los grandes anticuarios del Siglo de Oro

El Córdoba de los siglos XVI y XVII Dejó una amplia estela de personajes extraordinarios. Intelectualmente, tal vez sea el escritor. luis de gongora (1561-1627) el que goza de mayor celebridad en la actualidad, pero lo cierto es que, como parece lógico, no estuvo solo en estas luchas culturales y creativas. Sus inquietudes nacieron de un contexto concreto, una Córdoba que no sólo fue cuna de grandes escritores, pintores o escultores sino también un claro impulsor del interés por el pasado y la historia.

De hecho, es algo reconocido hoy incluso por Real Academia de la Historia que la ciudad de Córdoba y su provincia fueron un núcleo fundamental en el gusto por la búsqueda y estudio de antigüedades de muy diversa índole, lo que provocó que varios intelectuales de esta tierra quedaran como antecedentes de la ciencia arqueológica y de la conciencia sobre la importancia de estudiar los restos que nos deja la Historia. Parece lógico que en ellos influyera el propio pasado brillante de la ciudad, del que periódicamente aparecían restos, así como la coincidencia de algunos de ellos en la Universidad de Alcalá o el ambiente cultural que existía, por ejemplo, en la Colegio de Santa Catalina de los Jesuitassituado entonces en la Plaza de la Compañía.

Son muchos los nombres que componen esta genealogía de amantes de las antigüedades, aunque siempre se nombra a los pioneros Ambrosio de Morales (1513-1591), que también era sobrino del humanista Fernán Pérez de Oliva (1494-1531), y el pozoalbense Juan Fernández Franco (1525-1601), paisano del cronista de Carlos I Juan Ginés de Sepúlveda. Morales fue catedrático en Alcalá y asesor de Felipe II en la recopilación de los fondos bibliográficos de la Biblioteca del Monasterio del Escorial en la Comunidad de Madrid.

Precisamente a petición de la Corona, produjo las ‘Crónicas de España’, que fueron un intento de dotar al país de una historia general y coherente. El estudioso cordobés no se dejó llevar por leyendas y fantasías, pero intentó recoger bibliografía y restos arqueológicosrazón por la cual se convirtió en un pionero de la investigación histórica.

Céspedes y la saga de los anticuarios

No menos fascinante es la biografía de Fernández Franco, nacido en Pozoblanco y educado en Granada, Alcalá y Salamanca. Tras su regreso a Córdoba, fue nombrado gobernador de la Marquesado del Carpio y Señorío de los Pedroches, pero compaginaba este trabajo diario con una extraordinaria pasión por las epigrafías romanas. Su vocación nació desde niña viendo una excavación en el Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral y se extendió a través del contacto en Alcalá con Ambrosio de Morales, quien fue su maestro.

Fernández Franco Es considerado el mayor epigrafista de su época y mantuvo correspondencia con estudiosos de toda Europa, labor que posteriormente continuó su hijo, que compatibilizó la medicina con esta afición. El trío inicial de esta saga de anticuarios se puede completar con el figura gigante de Pablo de Céspedes (1538-1608), maestro de la pintura cordobesa de la época, escritor y también aficionado a las antigüedades y al análisis de documentos históricos. A su muerte dejó una gran biblioteca y una curiosa colección de objetos que incluían alfanjes turcos, piedras preciosas y hasta un supuesto cuerno de unicornio.

A esta primera generación se unió en el siglo XVII una segunda oleada de aficionados a estos temas de las antigüedades y el estudio del pasado. El primero de ellos fue el escritor e historiador jesuita Pedro Díaz de Rivas (1587-1653), quien heredó el gusto por la historia de su tío, el célebre erudito Martín de Roa. Amigo personal de Góngora, Se especializó en epígrafes y monedas de la Bética antigua y adquirió parte de los fondos que Fernández Franco había acumulado tras su muerte. Uno de sus grandes méritos es que intentó escribir una historia general de Córdoba. Aunque sólo tuvo tiempo de escribir el primer volumen de los cinco que pretendía, dejó en ese libro testimonio de muchas de las epigrafías latinas encontradas décadas antes por Ambrosio de Morales y Fernández Franco.

La lista se completa con otros dos nombres destacados: el estudioso malagueño afincado en Córdoba Bernardo de Alderete (1565-1641) y el escritor y médico cordobés Enrique Vaca de Alfaro (1592-1620). Alderete, que fue canónigo de la Catedral, ha pasado a la historia por su tratado sobre el origen de la lengua española, pero a lo largo de su vida también tuvo una gran inclinación por las antigüedades, lo que se tradujo en otro libro que dedicó a interpretar algunas de las piezas de su colección.

Logros

Finalmente, Vaca de Alfaro fue uno de los grandes poetas de la época y heredero de una larga saga de escritores vinculados a la medicina y el arte. De hecho, su padre y su abuelo habían escrito y su hermano era el pintor Juan de Alfaro, uno de los alumnos favoritos de Diego de Velázquez. Vaca de Alfaro, que vivió en la casa familiar que existía en la plaza que hoy lleva su nombre, acumuló una fascinante biblioteca. El escritor dejó también numerosas epigrafías y traducciones, ya que pudo trabajar con los fondos que había acumulado en las décadas anteriores Fernández Franco y Díaz de Rivas.

Esta gran tradición de eruditos comenzaría a desvanecerse en la segunda mitad del siglo XVI, y si recobró cierto vigor fue ya en el siglo XVII y bajo otros formatos debido al cambio de época. De lo que no hay duda es que estos personajes fueron el antecedente lejano de la gran revolución arqueológica que Córdoba Ha vivido en el último siglo e intelectuales claves en el avance no sólo del conocimiento del pasado sino también de la conciencia de dar valor y proteger los vestigios y sigue siendo un elemento fundamental para la investigación. De esos locos edad de oro Los arqueólogos de hoy atraviesan algo que los une: el poderoso amor por la historia y los testimonios de ayer.

 
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