La generosidad de la filología | Cultura – .

La generosidad de la filología | Cultura – .
La generosidad de la filología | Cultura – .

Francisco Rico es uno de los filólogos fundamentales que ha producido este país en el último siglo. A él le debemos unos libros extraordinarios, que han iluminado sin vuelta atrás nuestro conocimiento de la literatura clásica española, o de la literatura simplemente. Además, concibió y dirigió enormes empresas, con las que se han educado generaciones de filólogos: la Historia y crítica de la literatura española. y varias colecciones de clásicos editados con cuidado maníaco. De hecho, para Rico un filólogo es, ante todo, un editor de textos; Es decir, el encargado de preservar la tradición literaria y entregarla al lector en las mejores condiciones posibles, para que pueda disfrutarla plenamente. En este sentido, Rico ha renovado profundamente, y desde diversos puntos de vista, los planteamientos de la filología tradicional (lo que significa que ha renovado nuestra manera de leer a los clásicos); Hace unos años intenté resumir uno de ellos, que todavía me parece básico.

Para Rico, un filólogo es, ante todo, un editor de textos; es decir, el encargado de preservar la tradición literaria y entregarla al lector”.

El filólogo a la antigua usanza excluía cualquier interpretación de los textos que no se ajustara estrictamente a los datos contextuales; Lo hizo por convicción, claro está –por la certeza de que la única interpretación válida de un texto es la que dicta su contexto–, pero también existe la sospecha de que más de una persona lo hizo por afán de lucro. , a través del monopolio de la interpretación, el arduo recorrido histórico que requiere la reconstrucción de la placenta de un texto. Por generosidad, pero sobre todo por convicción, Rico desdeña la tacañería de esta manera de operar: que yo sepa, en ningún lugar lo ha explicado mejor que en un ensayo titulado Las dos interpretaciones de Don Quijoteincluido en Breve biblioteca de autores españoles. Allí escribe: “Cualquier explicación de un texto que no se ajuste completamente a las intenciones conscientes del autor o a las convenciones de su época no puede calificarse de anacrónica y falsa”. Esto no equivale, por supuesto, a negar la necesidad del lector corriente de emprender un recorrido histórico para comprender un clásico que, gracias al filólogo, lo sitúa en su contexto. Un ejemplo: si un lector aspira a disfrutar de la mejor novela informativa como se merece, cuando abre su primera página y comienza a leer (“En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha Hace tiempo que vivía un noble de esos con lanza en un astillero, escudo viejo, rocín flaco y galgo de carrera”), hay que dejarse guiar por el filólogo y aceptar que –digamos- en esa frase un “lugar” no es un “lugar”, sino un pueblo pequeño, más grande que una aldea y más pequeño que un pueblo, y que –digamos- “un astillero” no es una fábrica de construcción naval, sino una lancera (es decir, la estante donde se guardaban las lanzas). Ahora bien, continúa Rico, una vez desentrañado el significado literal del texto, el lector, después de agradecer al filólogo los servicios prestados, debe emanciparse del filólogo, porque sólo a él mismo le preocupa la interpretación última del texto. En palabras de Rico: mientras que en una obra literaria “el ‘sentido’ pertenece estrictamente a la página (…), ‘el significado’ y el ‘valor’ dependen inevitablemente de los lectores”. Por eso es igualmente legítimo leer el Quijote como un libro “burlón” y su protagonista como un personaje cómico –es decir, como lo leen los contemporáneos de Cervantes– que leerlo como un libro “real”, convirtiendo así a Don Quijote en un personaje heroico, el “rey”. de los hidalgos, señor de los tristes” que cantó Rubén Darío —o sea: como tantos lectores han leído desde el Romanticismo. Para Rico, en definitiva, el significado de un texto depende exclusivamente del diálogo –intransferible, también impredecible– que se establece entre el lector y el texto, y la generosidad del filólogo consiste en promover el milagro cotidiano de que haya tal muchos Don Quijotes como lectores de Quijote. No me parece impreciso afirmar que, con sólo partir de esta idea –y haberla puesto en práctica con extrema competencia– la labor de Rico ya es ejemplar.

Traté regularmente a Francisco Rico durante los últimos cuarenta años, pero siempre lo llamé “Profesor Rico”, nunca me dirigí a él por su nombre; Él nunca lo habría hecho: por alguna razón, el “tú” fomentó una intimidad con él que el “tú” nunca habría tolerado. Entre 1983 y 1987 fui alumno suyo en la Universidad Autónoma de Barcelona, ​​donde tuve muy buenos profesores; Ninguno, sin embargo, tan brillante como él: este hombre era capaz de pasar una hora entera hablando de un par de versos del Buen libro de amor, convertida en un vertiginoso aleph donde confluyó toda la cultura universal, desde Horacio y Dante hasta Baudelaire y Jorge Guillén (sin olvidar a Miguel Gila). También trabajé a su lado: nunca había conocido a nadie tan perfeccionista, tan obsesivo, tan meticuloso, tan exigente con todos los que le rodean (pero, sobre todo, con él mismo). Era un excéntrico y podía llegar a ser terriblemente impertinente, pero nunca perdió el sentido del humor: como casi todas las personas que se toman en serio su trabajo, nunca se tomó en serio a sí mismo; de hecho, su lema podría haber sido este aforismo de La Rochefocauld (que Sterne evoca en Tristram Shandy): “La seriedad es la máscara que se pone el cuerpo para ocultar la putrefacción del espíritu”. Era un ave nocturna peligrosa, y podías llamar a su oficina a las cuatro de la mañana con la seguridad de poder hablar con él hasta el amanecer: a esas conversaciones telefónicas las llamábamos De consolatione filologiae. Recientemente, cuando la enfermedad lo atacó, dejó de ir a su oficina, dejó de contestar el teléfono, dejamos de hablar. La última vez que lo hicimos no terminamos de ponernos de acuerdo sobre si el mejor poema de la literatura española es el Coplas de Manrique o el Epístola moral a Fabio, que termina con un verso que le gustaba mucho repetir: “Antes de que el tiempo muera en nuestros brazos”. Bueno, profesor Rico, en el suyo ya murió el tiempo; En cuanto a los demás, nos quedamos con los últimos versos del poema de Manrique: “Y aunque la vida perdió / nos dejó mucho consuelo / el recuerdo de él”. El resto es silencio.

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