El importante e influyente arquitecto gallego que cambió la cara de Madrid

Hay un Madrid viejo, de losas onduladas, de duelos y sonetos, de Corte que nunca se lo creyó demasiado, cojitranca y cojuela de Quevedo, Vélez de Guevara, Lope y varios amantes del ‘Fénix de los ingenios’. El viajero lo sabe, pero el viajero es también un hombre de luces urbanas, de modernidad, de una arquitectura que se queda grabada en el hipotálamo. Es la de Antonio Palacios, la ciudad sobre la que reflexionan las instituciones regionales y que el viajero, ya casi capitalino, quiere redescubrir como le dijo alguna vez Julio Anguita en la judería de Córdoba: «Mira el alero, en el cielo. Es otro mundo. Tú me lo dirás”. Lo fundamental de este viaje es que nada le resultó ajeno a Antonio Palacios, arquitecto, urbanista; como Terencio. Creó la ciudad tal como la conocemos a principios del siglo XX, problemática y febril que cantaba el tango de Discépolo.

el de Porriño (Galicia), diseñador e intelectual de ocho estaciones de metro, del templo reconstruido de la Gran Vía, del mismo icono del suburbano, sirve al caminante para reconstruir la forma en que el Madrid de Galdós se convirtió en metrópoli, y la ciudad no tiene ningún rincón que hiciera Palacios que no tiene su complemento en primer plano Technicolor en las películas de CIFESA. El arquitecto lo recuerda Salvador MorenoPeraltaque el viajero debe ir acompañado de lecturas que expliquen la belleza habitual de los edificios.

Por eso, pasear por Madrid con este ecléctico arquitecto, que estudió en la Escuela de Viena y amaba el material como tal, queda a criterio del usuario. Más allá de las guías. También podría entrar en Palacio de Cibeles, su obra, tan catedralicia que en una ciudad que ha carecido de catedrales, tenía allí, junto a Cibeles, esa magnificencia de las vecinas Toledo o Segovia. Pasar de ser el corazón de Correos a una mezcla de cabildo entre los ‘politiqueros’, los funcionarios, los que acuden al CentroCentro tras una exposición casual ilustra eso de ganarse el futuro, la intuición, que fue otra de las constantes artísticas de Palacios.

Bajo el ardiente cielo azul de Madrid, Palacios también proyectó, a pesar de tirios y troyanos, el edificio de la Círculo de Bellas Artes, donde hay que detenerse en cada planta para comprobar que desde la cafetería hasta la terraza, todo tiene un por qué humanizar la geometría. Escaleras que nunca cansan, y un templo de la cultura y de ser visto. Palacios dibujó, creó, escribió, y el viajero debe saberlo cuando pasa por la sede del Instituto Cervantes, también de su firma. Aquí, Según Diego Gronda, “se levanta un edificio pensado para un banco que es hoy corolario del tesoro de la lengua”. Las cariátides, tal vez, fueron un arma cargada de futuro aprobado por su inseparable Otamendi.

Ruta para amantes de la arquitectura.
En la foto superior, el interior del Palacio de Cibeles, actual sede del Ayuntamiento de Madrid. Sobre estas líneas, las cariátides de Cervantes y, a la derecha, la Casa Palazuelo, en la calle Mayor de la capital

Palacios, gallego, incluso gallego a la manera madrileña, conoció a Valle-Inclán con sus botines de ceceo y piqué. Y esto también lo debe saber el viajero, aunque resida en la calle Ballesta. Y que patee hasta Chamberí, donde Palacios era casi un emperador. Que admire la planta del Hospital Maudessede del Ministerio de Transporte, y si es posible, entre más funcionarios y otras personas, que entienda la trilogía de mármol, teja y ventilación al norte, que fue el remedio para los tísicos.

En el interior, pasarelas, fuentes, y los matices del sol y del día dando como material principal, la piedra de Galicia. Los pasajes se unen buscando la luz y el ‘trencadís’, técnica de Gaudí que utiliza para dar un contraste cerámico con la piedra. Y Maudes, como Cibeles, puede entrar o no. Si París vale una misa, Madrid de Palacios vale un selfie.

Como Haussman, modernizó un Madrid de corralas y gallinas voladoras. Para no cansarse, que nadie olvide el estajanovismo “palaciego”; dentro y fuera. Las escaleras de la casa Palazuelo bien merecen un ‘stendhalazo’. Modernizó Madrid. El viajero cansado acaba depositando una flor en la Sacramental de San Lorenzo. Donde yacía su polvo del 45 al 76.

 
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