Nunca podrás imaginar cuánto queríamos estar en tu lugar, con tu ropa verde con olor a antiséptico. Como ella, sin dormir; cuanto queríamos ser sus manos. Se lo dijimos, se lo hemos dicho, pero ella no lo sabrá. Su misión es estar donde los seres queridos no pueden, aquellos que esperan, ahí fuera, una esperanza o un milagro.
Hacia el atardecer, el familiar tiene derecho a mirar a través del cristal, siempre a la misma hora, siempre antes de la parte en la que se anhela la buena noticia. El momento casi da miedo, las horizontalidades duelen. No puede levantarse, no avanza lo suficiente, no quiere mirar. Vemos la sonrisa que no vuelve, la mesita llena de todo lo que podemos alcanzar para ella. El nuevo sitio del suero, que la vena ya no aguanta, la misma imagen de ayer que, por días y días, es la que será.
Hay un informe que da el médico, el médico es la estrella del equipo. Las palabras describen con precisión académica el grave estado en el que se encuentra. Le hacemos preguntas, nos explica.
La luz de la habitación nunca se apaga. Ha perdido la secuencia del tiempo. No sabe si es mediodía o si amanece. En esas infinitas horas, ella es quien está ahí.
Ella, que encoge su nombre; ella que lo consuela, aunque le inyecta y le cura y le duele; ella, que lo limpiará después de comer, si logra que coma; ella, que se va haciendo cercana, necesaria.
Con buena suerte, podría despedirse de ella y agradecerle sus cuidados, si la salud vence al mal y regresa a casa. Con mala suerte le quitará sus últimos gemidos, su último suspiro, su última mirada.
La enfermera –y las enfermeras, por supuesto– es lo que alguna vez quisimos ser, para no perdernos el último adiós de aquellos por quienes habríamos dado la vida.
