Mi libro de ilusiones – .

Mi libro de ilusiones – .
Mi libro de ilusiones – .

La acompañé hasta la casa, que estaba lejos, tan lejos que primero tuve que tomar un autobús, en el que viajábamos casi uno al lado del otro, hablándonos al oído, rodeados de una multitud ausente, que hacía lo que tenía que hacer. – subir al escalón, pagar el billete, aferrarse al pasamano – con gestos automáticos, aprendidos repitiéndolos una y otra vez durante años, luego un tren y todavía le quedaban tres o cuatro cuadras a pie hasta llegar a su destino. Ella me guió con mano firme, como cuando la conocí, aquella tarde soleada en la playa, sentada en un sillón peligrosamente cerca del mío, y me preguntó qué estaba leyendo. “Tokio Blues”, Murakami. Respuesta práctica, rápida y precisa, sin lapsos, sin chamuyo. Me di cuenta de que eso era todo lo que quería saber de mí, que no estaba interesado en iniciar una conversación, que no tenía segundas intenciones y que me hizo la pregunta sólo porque el reflejo del sol no le permitía ver la portada. del libro, a pesar de que se había puesto la mano en la frente como si fueran vísceras.

No pude soportar mi genialidad, le ofrecí mis gafas oscuras -RayBan Risky o Wayfarer, las que más te gusten, un clásico de clásicos que adopté como propias cuando vi que Jack Nicholson las usaba en sol y sombra y los Blues. Hermanos, cuando me rompieron el corazón con “Todo el mundo necesita a alguien a quien amar” – y ella los aceptó con una sonrisa, la misma sonrisa con la que se despidió de mí cuando nos bajamos del autobús, me dijo “ya está”, ella me dio un beso en la mejilla y, para mi confusión -había hecho un viaje titánico para luego desistir antes de llegar a su destino-, se excusó diciéndome que tenía que hacer compras para la cena y que prefería hacerlo. eso solo.

Como si no la hubiera escuchado le pregunté cómo hacía para aguantar hacer un viaje tan largo todos los días, veníamos del centro y estábamos en Liniers o Versalles, mejor, de paso pensé haber visto el Bar Buenos Aires, esquina con Nogoyá. y Gallardo –lo sé porque lo busqué en Google y porque antes del recital de Las Bandas Eternas en Vélez allí, en la mesa de la ventana, tomamos un porrón helado con Juan Cruz Revello-. Sacó del bolso que llevaba al hombro un libro de tapas amarillas con cuatro marcos en blanco y negro de un hombre delgado con bigote de Errol Flynn, frac y abrigo, y ojos entrecerrados, como si estaban escondiendo algo, como si estuvieran escondiendo algo. un secreto que amablemente prefirieron no contar. “El libro de las ilusiones”, Paul Auster.

De regreso a casa, veo pasar a Rosario por la ventana del 218 –Plaza Buratovich, la Jefatura de Policía, la Catedral– mientras repito mentalmente el título del libro, lo hago mecánicamente, una y otra vez; Nunca tuve confianza en mi memoria, él ya me había traicionado y no quería que lo volviera a hacer. Lo compré en Ross, lo leí de una sentada, caminando rápidamente tras los pasos de Héctor Mann, el comediante del cine mudo siguió los pasos de David Zimmer, a quien imagino con su expresión concentrada, su figura alargada y su mirada. triste de Paul Auster- y que no podía evitar tener en mi cabeza la cara del hombre delgado de frac y galera y bigote fino, como dibujado con una línea de Rotring 0,7, que aparece multiplicada por cuatro en la portada de el libro.

Pensé en él, que era argentino como yo, cuando pisé por primera vez las calles de Brooklyn, que no se parecían en nada a las de los hipsters de Williamsburg ni a las de los judíos ortodoxos de Borough Park, y por las que caminaba mirando hacia uno. lado y el otro esperando un golpe de suerte.

Detrás de tus pasos

La última vez que la vi, durante una breve visita que hizo a Rosario, me dio una dirección, me dijo que allí vivía David Zimmer; Fue un guiño, ella sabía que iba a ir a Brooklyn siguiendo sus pasos y lo hice, me quedé un buen rato frente al edificio que ella me señalaba. -Escribí la calle, el número y el departamento en la misma servilleta de papel en la que ella lo anotó- y esperé a ver si aparecía detrás de las cortinas la silueta del hombre que buscaba y no pude encontrarlo.

En el rellano de las escaleras de la puerta de entrada, veo cómo otro hombre, que puede ser el mismo, enciende un cigarro que saca de una caja metálica que guarda en el bolsillo interior de un abrigo que le llega hasta las rodillas; Es alto y larguirucho, su cabello, rizado, desordenado, le cae sobre la frente. Lo veo brevemente, envuelto en una nube de humo que me pica la nariz; En un abrir y cerrar de ojos desaparece, su rostro se repite en mi cabeza como los destellos del flash de una cámara, uno, dos, tres, cuatro, sus ojos están medio cerrados.

Pasan los años, en el bar de Zeballos y Pueyrredón, Justos y Pecadores, veo a una chica sentada sola en una mesa junto a la ventana, la espalda recta, cabello platinado, gafas de montura transparente que me recuerdan a Andy Warho.Él –todo lo cual me recuerda a Andy Warhol, The Factory, películas en blanco y negro– lee un libro de tapas amarillas, marca registrada de Anagrama, que me resulta familiar. Me acerco a la barra sólo para pasar junto a él y ver qué está leyendo. “El libro de las ilusiones”, Paul Auster. No puedo soportar mi genialidad, le pregunto si le gusta, ella levanta la vista, me mira sorprendida –quizá con cierto desprecio– y me dice que sí, que le encanta, que hacía tiempo que quería leerlo. mucho tiempo y que lo consiguio en El Pez Volador, usado. Me quedo en silencio, ella se da cuenta de que mi silencio esconde algo, que guarda un secreto. “Ella tiene una dedicación”, me dice y yo le respondo: “Lo sé”.

Es mío, o mejor aún, era mío, pienso y no se lo digo, no tiene por qué saberlo. Es uno de los libros que mi madre vendió cuando se cansó de guardarlos en el trastero donde los abandoné cuando me mudé y me di cuenta de que no cabían en el nuevo apartamento. Sólo sobrevivieron dos de Paul Auster, “Brookyn Follies”, que sigue intacta, no la leí, y “La invención de la soledad”, que suelo repasar de vez en cuando, cuando recuerdo por qué se salvó de la destrucción. naufragio.

Cuando me giro para irme, la chica rubia platino, que ahora parece la reina de Justos y Pecadores, habla de nuevo y me obliga a volver sobre mis pasos. Me dice que el libro tiene varios subrayados a lápiz, líneas temblorosas, dice tal vez emocionada, y me lee uno que dice que no entendió y no le creo. “Llevar todo eso al sótano fue como enterrarlo bajo tierra”, lee con una firmeza que me incomoda, y en voz muy alta continúa: “No fue el final, tal vez, pero fue el comienzo de la historia”. final, el primer hito en el camino hacia el olvido”. Yo sí lo entiendo, pero me quedo callado y me voy, ya para siempre.

 
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