El mal lector – .

El mal lector – .
El mal lector – .

A mi edad, tengo casi 50 años, ya debería haber leído todo lo necesario para decidirme por la persona que quiero ser. En cambio, he leído a la deriva. Como una rama cortada del tronco que cae por el curso de un río, quedo enganchado aquí o allá en los libros que caen en mis manos. La mayoría apenas me manchan, ni siquiera me mantienen caliente.

La corriente me arrastra hacia algo nuevo, me lanza un regalo de Navidad, recibo un mailing promocional de una editorial. Al fondo de mis estanterías, que tienen tres líneas como tres sustratos para la evolución de la vida, está todo ese papel que compré en librerías de segunda mano, de nuevo o en Cuesta de Moyano cuando aún podía permitirme elegir objetos por la tapa. Algunos incluso los leí a medias.

Casi todos estos volúmenes tienen un ex libris con mi nombre, una fecha y una nota de dónde lo compré, qué otras cosas sucedieron ese día o cómo me sentía. Estas marcas confirman que el contexto era más importante que el texto.

Todo lector sabe que los libros no leídos forman un océano infinitamente, cósmicamente, más grande que los leídos. Estos últimos son una gota, insignificante, desubicada en esa inmensidad. Al principio no importa mucho; la vida está a punto de ser navegada. Con el paso de los años, esta desproporción se convierte en una presión en el pecho, una ansiedad que impide pasar página. Vas a morir y no has leído la pequeña lista que escribiste a los 18 con las lecturas imprescindibles para antes de los 20. De esas, tachaste dos y ya ni siquiera te acuerdas de ellas.

No recordamos los libros pero lo importante es afirmar, sin mentir, que eso ya lo hemos leído. Tendríamos que releerlos, pero ¿cuánto tiempo nos quitaría esa tarea a la perpetua sentencia de perforar, mínimamente, la roca gigantesca de todos esos libros que no he leído ni leeré?

Ahora, en un libro nuevo ya no escribo nada por si al leer, con delicadeza, las primeras 20 páginas, decido regalarlo. Pero si llego al final, escribo la fecha en la última página. Ya no me importan las circunstancias en las que un libro llegó a mi vida, sólo la evidencia de que he logrado, como coronando una cima ultradestacada, llegar al final. Por si algún día se me olvida eso también.

En un libro me gustan sus líneas rectas, sus márgenes blancos, sus números de página. Es un orden básico en el que me siento seguro. Me gusta quedarme dormido leyendo y no quitarme las gafas, que el libro pesa y se apoya, bien abierto, sobre mi pecho y me calienta como una manta. Casi siempre el ruido de fondo de la lectura es tan potente que me cuesta avanzar, frecuentemente me quedo atascado en una línea y la repito una y otra vez, como cuando el mango engancha la manga y entonces ya no sabes qué. es. Ibas a registrar esa habitación.

Leo levantando la cabeza. Escribo mentalmente mientras mis ojos miran las palabras. Corrijo al escritor, busco faltas de ortografía. No me caigo entre líneas ni me atrapan como rejas de una narrativa que me aprisiona. Solo a veces.

 
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