Bestiario jurídico. Justicia constitucional, protección judicial y derechos de los animales – El juego de la Corte Suprema – .

Si echamos un vistazo a la historia de la literatura universal, es fácil comprobar que, a pesar de la enorme diversidad de movimientos ideológicos y artísticos que la han configurado a lo largo de los siglos, muchas de las fórmulas y temas explorados por los grandes escritores de nuestros días Son los mismos que inspiraron las obras de Homero o Sófocles. Esta tendencia, por supuesto, no se limita a lecturas que podríamos calificar de meramente recreativas (poesía o teatro, por poner algunos ejemplos), sino que es perfectamente perceptible en obras y tratados de carácter más académico. Aunque la metodología y el rigor de la investigación ciertamente han cambiado desde los albores de la civilización, nuestros tratados científicos modernos no han perdido por completo algunas de las notas aristotélicas que han definido el pensamiento científico desde la Antigüedad clásica.

En este sentido, la obra que ahora tengo el honor de prólogo se enmarca en esta gran tradición milenaria. El bestiario (originalmente vocabulario del bestiario) también tiene su origen en la Antigüedad clásica, inicialmente como compendios taxonómicos en los que participaron con entusiasmo personajes tan augustos como Aristóteles, Heródoto y Plinio el Viejo, entre otros, catalogando y describiendo la fauna conocida por sus contemporáneos.

Pero no fue hasta la Edad Media, con la creación de los icónicos volúmenes ilustrados producidos en los monasterios, cuando esta particular forma de literatura científica alcanzó su apogeo, destacando en particular los bellos manuscritos elaborados por Isidoro de Sevilla y San Ambrosio, por mencionar algunos. , aunque, como correspondía a la tendencia de la época, estos estaban fuertemente influenciados por una orientación teológica.

La tradición continuó ininterrumpidamente hasta los tiempos modernos, como lo atestigua el bestiarios por Henri de Toulouse-Lautrec y Saul Steinberg, pero no sería hasta principios del siglo XX cuando adquirirían una nueva dimensión que ahora conocemos. Esta nueva concepción, más alegórica y literaria que científica, es la que encontramos en las joyas literarias que nos ofreció, en la segunda mitad del siglo pasado, Jorge Luis Borges con su Manual de Zoología Fantásticay Cortázar o Arreola con sus respectivos Bestiarios.

Como se ve entonces, al ofrecernos esta divertida obra, el Doctor Alejandro Anaya Huertas retoma y contribuye a una tradición casi tan antigua como la propia civilización. Ciertamente no hay manera de que, en estas pocas páginas, pueda transmitir la esencia de los capítulos que componen este libro, y mucho menos la mezcla particular de humor, ingenio formativo y erudición que comunica cada una de sus páginas.

En cualquier caso, quedará en manos del lector descubrir todas sus cualidades. Pero lo que sí puedo hacer es resaltar algunas de las características específicas que hacen que este trabajo se aleje de la inercia y, a veces, de la monotonía que tanto permea lo que llamamos “literatura jurídica”.

En algún momento el ilustre historiador británico Edward Gibbon afirmó con aplomo que “las lecturas jurídicas son interesantes para unos pocos y divertidas para nadie”. Es una lástima que no haya vivido en nuestros tiempos, porque un vistazo a esta obra bastaría -no lo dudo- para retractarse, al menos, de la segunda parte de tan severa frase, ya que cada una de las páginas de este Bestiario Rebosa una particular vena de humor ácido e incisivo que conserva su particular mordacidad más allá de las primeras impresiones.

Ahora bien, no me gustaría inducir a error al lector a clasificar este libro como mero entretenimiento carente de significado, ya que nada más lejos de la verdad. Al contrario, el humor tan particular de nuestro autor funciona precisamente por la seriedad del tema subyacente.

A lo largo de los diez primeros capítulos del estudio –lo que, en términos medievales, constituye el propio “bestiario”– desfilan perros, gatos, cabras, cerdos e incluso elefantes, entre otras bestias, cada uno con un significado particular para el ser humano que trasciende mucho la aparente sencillez de su animalidad natural, convirtiéndose en personajes con cualidades no sólo humanas, sino muchas veces sobrenaturales, que incluso en tiempos como el nuestro, caracterizado por el cinismo y el escepticismo al que nos ha llevado nuestro aparente dominio sobre la naturaleza, sobreviven justo debajo. la superficie de nuestro subconsciente, lista para emerger en cualquier momento.

Sea esto, como sugiere el autor, una reminiscencia de nuestro animismo premoderno, una especie de atavismo. junguiano, o cualquier otra cosa que podamos imaginar, la verdad es que la relación entre los seres humanos y otros animales nunca se ha reducido -y sospecho que nunca lo será- a la que podríamos tener con una simple máquina u otro objeto útil pero inanimado.

Siempre encontraremos en los animales –en esas llamadas “bestias carentes de razón”, como decían los antiguos– más de un punto sobre el que proyectar –y ¿por qué no? tal vez incluso reconozcamos muchos de los atributos esenciales que arrogantemente presumimos que son exclusivos de nuestra especie.

En este último punto, quizás, radique la vena trágica que, desgraciadamente, impregna los capítulos de esta obra. Esto es muy inevitable, ya que el carácter oscuro de la comedia necesariamente se basa en los elementos trágicos que constituyen su trasfondo.

Mientras que por un lado, el doctor Anaya nos cuenta anécdotas que, aunque ilustrativas, resultan inocuas en su resultado final, como el caso de la mujer casada con un perro para ahuyentar a los malos espíritus o la demanda interpuesta por otro perro contra el aerolínea por su negligencia durante el retraso de un vuelo, nos ofrece también historias verdaderamente desgarradoras, donde podemos vislumbrar los extremos de la insospechada crueldad con la que el ser humano es capaz de tratar a otros seres vivos.

En contrapunto a cada anécdota humorística, cada anécdota feliz, el autor también nos presenta una sórdida historia de maltrato y abuso contra estas criaturas, motivados por la codicia, la negligencia o la crueldad que forman parte del legado de nuestra especie. Así encontramos anécdotas de animales juzgados, sentenciados y cruelmente castigados simplemente por obedecer las pautas marcadas por sus propios instintos, o, en ocasiones, sin ningún motivo concreto, como es el caso del (en esta ocasión, literal) chivo expiatorio, obligado a soportar las culpas de la comunidad y pagarlas con su vida.

Por terribles y abrumadoras, ilustrativas y formativas que sean estas narraciones, nos ofrecen sin embargo uno de los elementos más valiosos de esta obra: nos recuerdan, sobre todo, la conclusión a la que llegó en su momento el ilustre filósofo Immanuel Kant. : que la calidad moral de los seres humanos se puede ver en la forma en que tratan a los animales.

Este último punto es uno que el autor aborda con gran detalle, lo que sin duda constituye, independientemente del mérito estilístico de la obra, otro punto que la hace indispensable para el lector moderno. En las últimas décadas, impulsados ​​en gran medida por la crisis ecológica en la que vivimos, nos hemos visto obligados a repensar gran parte de la forma en que nos relacionamos con el resto de seres vivos y con el planeta en general.

Sin embargo, hay que admitir que todavía estamos lejos de reconocer plenamente el alcance de nuestro deber para con las demás criaturas de nuestro planeta.

La renuencia, en muchas partes del mundo, a expulsar para siempre del imaginario colectivo prácticas anacrónicas y brutales, indiferentes al sufrimiento animal, es un doloroso recordatorio del camino que aún nos queda por recorrer. Así, en la medida en que esta obra sea capaz de despertar en el lector un auténtico sentimiento de empatía por nuestros semejantes en el planeta, sin duda trascenderá no sólo por su mérito literario, sino por la solidez de sus planteamientos éticos y filosóficos. mensaje.

Si bien esta primera parte es suficiente, por sí sola, para convertir esta obra en un imprescindible jurídico, no puedo concluir sin mencionar su segunda mitad, compuesta por otros once capítulos que, si bien se desvían de la temática zoológica que caracteriza a la primera, no No los haga menos valiosos, importantes o, francamente, divertidos.

En esta segunda mitad, nos dice Alejandro, cumple la promesa hecha a los lectores en otra gran obra suya, Jueces, Constitución y Absurdos Jurídicos. Conservando el humor ácido, su humor cáustico que caracteriza la primera mitad, el autor nos lleva por un viaje ecléctico que nos recuerda a los grandes exponentes, en el último siglo, del aclamado “teatro del absurdo”.

Nos conduce, con agilidad y soltura, entre disputas judiciales sobre gustos musicales, exorcismos y castigos corporales, entre otros, recordándonos a cada paso que la realidad es perfectamente capaz de superar la ficción, y que el ingenio humano muchas veces es rivalizado –y en ocasiones superado–. por su potencial ilimitado de irracionalidad y absurdo.

Por supuesto, al igual que el primer apartado, el valor de estos capítulos trasciende su mera dimensión lúdica, ya que entre anécdotas humorísticas e inocuas volvemos a encontrar narrativas verdaderamente aberrantes y macabras, que nos muestran que el potencial de crueldad y mezquindad de la Humanidad no tiene límites. a otras criaturas, pero somos perfectamente capaces de infligirles por nuestra cuenta. Así, por ejemplo, el autor ilustra casos tan atroces como la supuesta exoneración de agresores sexuales basándose en el aspecto físico de su víctima, o la justificación de la brutalidad policial a partir de argumentos genuinamente ridículos.

El autor, me parece, lo tiene claro, y con la misma claridad lo transmite a sus lectores: si, a diferencia de las razas condenadas a cien años de soledad, creemos que merecemos una segunda oportunidad en esta tierra, es nuestro deber. hazle méritos; Debemos demostrar nuestra capacidad de aprender de los errores del pasado, de superar nuestros demonios internos y permitir que nuestras luces más brillantes, nuestra racionalidad, empatía y coraje, los superen.

No me extenderé más en este prólogo porque estoy convencido de que la lectura de este libro proporcionará al lector un recorrido por la mitología jurídica moderna, formativa y humorística.

Lo dejo en tus manos, para acompañarte en este maravilloso viaje que he tenido el enorme placer de disfrutar, esperando que lo encuentres igualmente divertido e instructivo; que invita a pensar y juzgar lo extraordinario que es que en el siglo XXI tengamos la suerte de tener entre nosotros a personas de la talla de Alejandro Domingo Anaya Huertas.

Juan Luis González Alcántara Carrancá. Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

* Nota: Aquí el enlace a este libro publicado –varios de sus análisis preliminares fueron publicados previamente en este mismo espacio– en la Biblioteca de Derecho Procesal Constitucional de Porrúa, México, 2023 bajo la autoría de Alejandro Anaya Huertas, doctor en administración pública; maestría en administración pública; Título en Leyes; así como, autor de Bestiario Legal; Jueces, Constitución y Absurdos Jurídicos y, desde hace más de veinte años, Informe sobre el poder judicial en el mundo. X: @anaya_huertas.

 
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