A la sombra de la fantasía – .

A la sombra de la fantasía – .
A la sombra de la fantasía – .

El pasado fin de semana, el director estadounidense Sean Baker recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes por Añora. Hasta donde se sabe, esta película trata sobre una prostituta de Brooklyn que se casa con el hijo de un oligarca ruso adobado en dólares, y de cuyo tono basal de comedia germina una mirada compasiva hacia sus personajes y demoledora hacia el entorno en el que vive. se mueven Es decir, los Estados Unidos de América.

Esto lo vimos antes, en Cohete rojo (2021, disponible en MovistarTV), donde un actor porno retirado intenta relanzarse como productor en el rubro, reclutando en su Texas natal la que -cree- será la próxima estrella femenina del entretenimiento para adultos. Sí, huele a comedia –y a picaresca, por el atrevimiento y la mala suerte de su protagonista–, pero el regusto que queda es el de un retrato amargo de un país empobrecido y encauzado por las fantasías que alimentan su estilo de vida (y de la muerte).

Esto también lo vimos antes, en 2017 concretamente, cuando Baker se dio a conocer internacionalmente con la película a la que dedicaremos estas líneas: El proyecto Florida. En realidad, no es un proyecto sino una proyectos, un enorme y colorido motel que se ha convertido en la residencia permanente de sus empobrecidos habitantes; un edificio colorido que busca no desentonar con el cluster turístico que rodea un Disney World invisible, ubicado a unas cuadras de distancia.

A diferencia de sus obras posteriores, ésta se fortalece por su vocación coral y se ve desafiada por contar en su coro con las voces agudas de varios niños. Se podría decir que la voz solista es de Moonee (Brooklynn Prince), una precoz e incontrolable niña de seis años, cuyas vacaciones de verano consisten en una ristra de bromas -algunas de las cuales no son nada inofensivas- con un elenco de secuaces. que suele mutar rápidamente. Porque en el proyecto la gente llega y la gente se va.

El proyecto, a veces sórdido, está dirigido por Bobby (Willem Dafoe), una especie de megaconserje que resuelve problemas e impone cierta disciplina desde una conciencia mesocrática del deterioro de la situación de sus inquilinos. Por tanto, Bobby es también el embajador de los sentimientos del espectador medio, y su amabilidad siempre llevada al límite parece ser la respuesta adecuada –para nosotros– a tanta desesperación. Bobby es a la vez el administrador de un refugio y el guardia de una prisión, porque en lugares como este ambas cosas se confunden fácilmente.

El inicio de la película se centra en los niños, en sus deambulaciones y sus aventuras, así como en diversos lugares dentro y fuera del proyecto: espacios urbanos horizontales con mucho cemento, gigantismo y enormes anuncios temáticos de helados, juguetes o hamburguesas. Como si todo fuera una extensión del infantilismo inherente al mundo Disney, sin ninguno de los signos de la patología urbana, como graffitis o paradas de autobús maltrechas, porque se expresa de otra manera.

De hecho, la fotografía de la película está diseñada para saturar los colores que van y vienen entre el aire inusualmente claro y la luz (el sol de Florida), en parte para envolver adecuadamente la inocencia de estos niños salvajes, en parte porque esos colores y esa luz limpia suelen ser los recursos con los que las metrópolis occidentales filmaron el tercer mundo para distinguirlo del suyo propio.

Sin embargo, poco a poco los colores brillantes de la película parecen cada vez menos a medida que la historia avanza dentro del motel y se centra en los adultos que viven y viven pobremente allí. Especialmente en la joven madre soltera de Moonee, Hailley (Bria Vinaite), que resuelve con ingenio y cierta apatía el reto de mantener a la pequeña, a quien adora, pero con las limitaciones que suele imponer la pobreza estructural.

Porque en realidad de eso se trata esta película, de una estructura física que alberga diversas historias de pobreza estructural, de esa pobreza fabricada para no poder escapar de sí misma, por mucho que sus víctimas se golpeen la cabeza repetidamente contra los múltiples muros de esta estructura.

Por tanto, la caída posterior es una tragedia. Algo que se puede considerar justo y merecido para la madre, pero no para la pequeña, y sin embargo se nos presenta como lo que es: una situación humana compleja, con personas superadas por sus emociones y otras incapaces de lidiar con el otro. las emociones de las personas.

Lejos del registro sociológico de Neil Simon, de la visión cuasi documental de Pedro Costa y del ascetismo aparentemente distanciado de los hermanos Dardenne, lo que Sean Baker nos ofrece para hablar de la pobreza es una ficción consciente de serlo. Una ficción que –al menos esta vez– elude los códigos de género, que suelen ser muy útiles como guía y señuelo para atraer a incautos a la sala pero que habrían encuadrado la historia en un contorno demasiado estrecho para lo que realmente contiene.

Cuando la concentración de tensión no puede ser contenida por ningún género o por los contornos que la película se ha dado, la película huye.

No diremos en qué consiste exactamente esta fuga, pero cabe destacar que el significado de esta fuga utiliza el cercano Disney World –cuya sombra a modo de paraíso artificial asomaba durante toda la película– para lanzarse frenéticamente a la fantasía; Precisamente en un espacio que se comercializa como un mundo de fantasía.

El hecho de que esta bella, luminosa y terrible ficción sólo pudiera cerrarse apelando a este recurso de una manera muy original, nos recuerda dos cosas. Una es que la fantasía existe precisamente para escapar. La otra es que ficción y fantasía no son lo mismo.

Acerca de…

Título original: El Proyecto Florida (2017)
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirigida por: Sean Baker
Duración: 111 minutos
Se puede ver en: Max

 
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