La lectura y el libro, una forma de felicidad – .

Dr. Carlos Scaglione. OPINIÓN del maestro Unse

Desde que Christopher Cellarius propuso la división clásica de las edades de la historia en su manual escolar de historia antigua, siempre ha suscitado discusiones sobre qué significan los acontecimientos determinantes, el final y el comienzo de las etapas. En los que más coinciden son los que determinaron el fin de la Edad Media, hacia 1453, la caída de Constantinopla en manos otomanas (el fin del Imperio Romano de Oriente), la llegada de Colón al Caribe y la creación de la imprenta de Gutenberg. prensa.

En la Edad Media los libros eran considerados piezas de valor incalculable, más allá de los textos que contenían. Eran auténticas obras de arte realizadas por monjes caligráficos, artistas anónimos que, en la soledad y el silencio de sus claustros, copiaban a mano e iluminaban, letra a letra, la Biblia de Jerónimo o el Libro de Horas. Este paciente trabajo lo hacían en el scriptorium, literalmente: “el lugar para escribir”, una sala de los monasterios destinada a copiar manuscritos, incluso se llevaban el trabajo a casa: se sabe que también iluminaban los pergaminos en una especie de cubículos situados junto a los claustros o en sus propias celdas. Independientemente de dónde se crearan, los libros se copiaban en el complejo alfabeto medieval: palabras encadenadas, sin espacios de separación, sin letras mayúsculas ni minúsculas, ni signos de puntuación. Cada libro requería varios años de preparación, aunque este detalle importaba poco o nada: en el siglo XV no había muchos lectores. Felipe II, el atrevido duque de Borgoña, se jactaba de tener la biblioteca más grande de su tiempo; sus estantes sumaban poco más de seiscientos ejemplares.

En aquella época, un orfebre alemán, natural de Maguncia, conocido con diferentes nombres –Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg, Johannes Gutenberg, Johannes Gutenberg–, dio a conocer un nuevo tipo de imprenta que había requerido años de trabajo secreto. Fue un artefacto corpulento que replanteó la forma en que se hacía la impresión hasta esos días. La Biblia de 42 líneas fue la prueba elocuente. El nombre no contenía ningún enigma: se refería al número de líneas, en dos columnas, de cada una de las mil doscientas ochenta y seis páginas impresas por aquella nueva máquina de tipos móviles. Eran dos volúmenes tan imponentes y bellos como los realizados por los monjes copistas, aunque con una diferencia esencial: se podían hacer doscientas copias en mucho menos tiempo del que les tomaba a los monjes dispuestos componer una sola copia.

Lo cierto es que a principios del siglo XVI ya se imprimían más de treinta mil títulos al año. Europa tenía entonces cien millones de habitantes, la mayoría de ellos analfabetos, por lo que, como señala Robert Escarpit en La revolución del libro, un gran número de estos volúmenes fueron a parar a bibliotecas y universidades. Era natural que las ediciones no superaran el centenar de ejemplares. El número creció a mediados del siglo XVI, y ya entonces se imprimían mil ejemplares de cada título. En el siglo XVII llegaron a tres mil. Voltaire decía que en su época se podían estimar cincuenta lectores para un libro serio y quinientos para un libro agradable.

Básicamente, la invención de la imprenta permitió multiplicar los textos, revolucionando la cultura al ampliar el número de lectores potenciales y multiplicar el número de libros, reduciendo su coste, aumentando así la alfabetización.

recibió un gran impulso nunca antes visto.

El 13 de septiembre de 1810, apenas cuatro meses después de la Revolución de Mayo, Mariano Moreno fundó la Biblioteca Nacional. Ciertamente, los libros se convirtieron en uno de los vehículos de esa Revolución, desde entonces proclamamos con orgullo nuestra calidad de lectores, nuestro culto al libro. Quizás la imagen del Martín Fierro leída en voz alta en los colmados pueda ser un ejemplo definitivo. Borges entendió que la lectura es una forma de felicidad y señaló: “De los diversos instrumentos del hombre, el más sorprendente es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista”. ; el teléfono es una extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. Ir con un libro en la mano fue una de las consignas de la monumental marcha en defensa de la Universidad Pública que se realizó en todo el país el martes 23.

El libro ha sido un pilar fundamental a lo largo de la vida humana, es un invento que ha pasado de generación en generación y que nos ha permitido obtener la información más importante y relevante de la historia, nos permite aprender, ejercitar la mente, aprender cosas nuevas. cosas. culturas, transportarnos, imaginar y crear un espíritu crítico imprescindible para ser libres.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que nos presumíamos de la cantidad de títulos que se editaban en estas tierras, celebrábamos la cantidad de ejemplares que se editaban. Lamentablemente hoy no estamos aquí para celebraciones. Un informe de la Cámara Argentina del Libro indica que por estos días la tirada promedio alcanza los mil ejemplares. Hay varias razones para el desastre, desde el coste del papel hasta el precio de venta. Lo cierto es que el Ministerio de Educación eliminó el programa “Libros para aprender”: los catorce millones de ejemplares que habitualmente se compraban para distribuir en las escuelas de la Nación fueron cancelados. En definitiva, ¿para qué hacer ese gasto? Sí, como señala el gobernante del país, “la educación pública ha hecho mucho daño al lavarle el cerebro a la gente”. Este mismo individuo, derrochando alegría, asegura que nos trasladará a la Argentina del siglo XIX; En cuanto a la circulación de libros, toquen las campanas libertarias: ya estamos en la Europa del siglo XVI.

Debemos recordarle al actual presidente, que descalifica permanentemente a todo el mundo con mensajes tan invalidantes como grotescos y grotescos, que hace mucho tiempo un filósofo llamado Baruch de Spinoza (judío sefardí) en su monumental obra ÉTICA, nos dejó como legado que la animosidad es mezquina y estéril y que el desprecio, la burla y la ira permanente son condiciones que se relacionan con el odio, está obligado a dejar de alimentarlo, y comprender que el mismo filósofo acuñó la más famosa de sus frases, La actividad más importante que un ser humano. Lo que el ser puede lograr es aprender a comprender, porque comprender es ser libre.

 
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