Libros como amistad, meditación y erotismo – .

Libros como amistad, meditación y erotismo – .
Libros como amistad, meditación y erotismo – .

Testimonio de un autodidacta

Cuando era niño, si algo aprendí de los libros fue a no leer. Cerrarlas fue el mejor momento; Ábrelos, lo peor. Y durante muchos años siguió siendo así. Elegir un título, hojear las primeras páginas, quedarse dormido: tal era la rutina inevitable. ¡Ah, y cuando te despiertes, siéntete culpable! Hoy ya no me duermo leyendo, pero me costó mucho trabajo lograrlo.

Por lo general, los grandes amantes de la lectura no le dan ninguna importancia a la lectura por obligación; Por otro lado, sí comparten la mística que ve en el libro un lugar de encuentro para todo lo humano, incluido lo humano que existe en aquellas personas que nunca leen.

Decir que alguien es “burro” por no leer es como decir que es burro por nunca haber ido al mar, por no haber comido gusanos de maguey, o por nunca haber dormido bajo la lluvia. Cada uno tiene la lectura de la realidad que le ha tocado, cada uno ha puesto sus manos sobre el braille del mundo a su manera.

Mis hermanas y hermanos, mis padres, leen mucho. Yo era el más vago. Antes de los quince años sólo había leído El libro de la selva, de Rudyard Kipling, que fue importante porque fue el primer libro que me compré; y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, cuyas páginas todavía resuenan en mí. Pero a esa edad ─quince, digo─ la apatía dio un giro: un brote de hepatitis me privó durante unos meses de lo que más amaba (mis clases de interpretación teatral en un taller para adolescentes) y los compensé con la única cosa que desde mi cama podía suministrarles: libros de teatro.

Devoré todas las obras de la biblioteca familiar. Había muchas, porque al parecer durante sus años de casados, mis padres habían compartido el inusual placer de leer obras de teatro (quizás lo hacían juntos, turnándose para interpretar los personajes: puedo imaginarlos, a ella interpretando a Lady Macbeth y a él respondiéndole con discursos de su también malvado marido).

Consumí las más de doscientas obras que había en mi casa, alternándolas con las que yo mismo comencé a comprar. Fue una auténtica celebración encontrar las obras completas del dramaturgo italiano Luigi Pirandello –a quien amaba por encima de todo– en tres volúmenes y al escandalosamente bajo precio de 189 pesos, más o menos el equivalente al mismo precio actual.

Mi avidez por la lectura llegó a ser tal que algunos días devoraba hasta tres obras completas, ¡y las de tres actos! Durante los recesos en la escuela secundaria me quedaba en la sala leyendo, y en las fiestas me iba a una habitación tranquila o a alguna escalera tranquila para terminar mi libro. En un par de años recorrí toda la historia del teatro, desde Esquilo (el trágico griego) hasta el teatro mexicano más reciente del siglo XX, llegando a sentirme capaz de ordenar alfabéticamente el gran drama humano.

Ese gran entusiasmo terminó con el fin del primer amor. Con el corazón destrozado, sus lecturas menguadas: ya no le servía ser intelectual. Sin embargo, ahora puedo decir que conocí la pasión de la lectura, la alegría obsesiva de pasar las páginas de un libro como un hilo medio.

No me gusta adorar los libros, al menos no más que otras cosas. No me gusta valorarlos como si fueran entidades superiores o seres de otra clase. De hecho, no me gustan los seres de otro tipo. Entiendo que los libros, al igual que las piezas musicales y las obras de arte, son una especie de ser en transición entre una cosa y una persona, pero incluso con las personas prefiero no tener que rendirles ningún homenaje, y simplemente odio ir. para preguntarles. a alguien – especialmente si es un libro – si puedes divertirte en su presencia. Jorge Luis Borges, un lector como pocos, sugirió “Si un libro te aburre, déjalo”. Así es: si no tienes ganas de leer, no leas. Confieso que mi autodidacta me dicta lo mismo para casi todo: si no tienes ganas de comer, no comas, y al final del día limita tu vida todo lo que quieras, tal como ese hombre que decía: “A veces me siento y pienso”. . Y a veces simplemente me siento”.

Para mí, algunas de esas veces, cuando estoy sentado, tengo ganas de leer. Y leo. Así, desde esa paz en la que leer es algo aún más tranquilo que simplemente sentarse, todo lo que me rodea se transfigura en lo que me cuentan las páginas.

Mucha gente asocia la autoeducación con los libros. Les dices: “Soy autodidacta” y te dicen “A mí también me encanta leer” o “Hice tres carreras pero lo que más me gusta lo aprendí leyendo”. Por supuesto que puedes leer con una actitud autodidacta, pero no son lo mismo: autodidacta tiene más que ver con aprender lo que amas: por ejemplo, es maravillosamente autodidacta darse cuenta de repente de que lo que más te atrae de ti leer libros impresos es el ruido que hacen las páginas al pasarlas; o que no te gustan los libros electrónicos porque no tienen olor (como me hizo ver mi amiga María Teresa de Mucha); o que sí te gustan pero no para leer novelas y mucho menos de suspenso, porque no puedes sentir su espesor ni saber si se acerca el final inesperado.

Me gustan los libros cuando me doy cuenta de que detrás de ellos hay alguien diciendo algo; Y la verdad es que he elegido ser autodidacta porque lo que más me gusta en la vida es hablar (con la gente, con las cosas). Hay que entender que un texto no es sólo la transcripción del flujo del pensamiento de alguien, ni siquiera del flujo de su inconsciente o de sus emociones: en la escritura está también su cuerpo; Además, toda la experiencia acumulada hasta el momento de escribir está ahí. Por tanto, al leer uno puede tener la clara sensación de estar con alguien.

Adquirir libros no es como acumular bienes sino como hacer amigos (perdón por el lugar común, pero así es). Una biblioteca es como un barrio. No hay nada más bullicioso que una biblioteca desordenada (como los amigos, que son todo menos ordenados: por eso el maestro Inchi Andrupanda Yanoandapata negó que existieran círculos de amigos: la amistad nunca tiene orden, decía). Una biblioteca bien ordenada es como una escuela donde un maestro lento saca los libros y los hace hablar uno a la vez. En cambio, entre amigos (o en un aula que se les parezca) deberíamos hablar todos al mismo tiempo.

¡Los libros nunca se cierran! Quizás eso fue lo que advirtió la bella protagonista de las historias. La dama del lago quien, en su locura, llenó de libros el suelo alrededor de su cama, como si con ellos pudiera ahuyentar algún espectro: los libros fueron siempre guardianes alerta.

Extrañar a un amigo es como perder un libro en una biblioteca enorme. Por su parte, nuestros hermanos son ejemplares únicos, libros que no se encuentran en ninguna otra biblioteca que no sea la nuestra.

Borges habla de un libro sin principio ni fin, un libro cuyas páginas son infinitas y se pierden en tus manos como arena: una vez que pierdes la página que estabas leyendo, no la vuelves a encontrar por mucho que la busques. . De esto se pueden inferir muchas cosas: por ejemplo, no tiene sentido subrayar cualquier fragmento que te guste: no lo volverás a encontrar nunca más.

Para mi Dios es eso Libro de arena que nunca se abre en la misma página. Y por supuesto puedes escribir lo que dice, ¡pero sólo estarás perdiendo un tiempo precioso en el que podrás leer otra página igualmente importante! De hecho, las frases de aquel libro tienden a escaparse de nuestra memoria, e incluso a confundirse con ella, como granos entre nuestras manos, o mejor aún, como gotas de agua en el mar.

Con todo lo anterior, de repente tengo la clara impresión de que la lectura es la forma de meditación que caracteriza a esta parte del mundo en la que vivimos, que llamamos Occidente; Oriente elige otras formas, sin palabras, o mejor dicho, sin discurso. Sin embargo, hay varias cosas en las que ambos se parecen: para empezar, en qué ─con bastante imaginación ingenuo─ tendemos a creer que esto sucede internamente a quien lee o medita: del mismo modo que este último, en su posición erguida y quieta, suele ser visto como alguien que ha quedado vacío y no como alguien en profunda conmoción interna (que es lo que en la realidad casi siempre ocurre). está sucediendo), por lo que no podemos percibir el torbellino que arrastra al lector hacia su interior.

La particularidad de este tipo de meditación occidental es que es una forma de comunicación (nuevamente, leer es hacer amigos). En Occidente meditar es llegar a nosotros mismos a través del otro y al otro a través de nosotros mismos. Mientras que en Oriente –por lo que he leído y me han contado- meditar es disolver la propia identidad en lo inefable, en Occidente somos más bien un mimo, un estar juntos.

Quien interrumpe a alguien que está leyendo, está interfiriendo en una conversación apasionante. Al intentar promover la lectura, Occidente está incentivando esa conversación, sin embargo, no sé por qué la idea que la mayoría cree es que leer es una obligación, que es importante leer aunque sea solo por hacer. como una especie de superstición en la que basta con someter la vista al impacto de las letras para que ese acto tenga sentido. Al menos desde que era niño, en el mundo ha prevalecido una distorsión utilitarista, una confusión sobre la experiencia profundamente experiencial y el contacto humano que implica la lectura, y esto se convierte en un acto mecánico, una acción rutinaria que fácilmente puede ser reemplazada por cualquier otra ( ¿No es cierto que todos interrumpimos a alguien que está leyendo, por alguna banalidad?).

La obligación de leer me parece un poco lo que pasa con ese libro de arena borgeano ─al que yo llamo Dios─, que podíamos consultar cuando quisiéramos, y que en cambio acabamos aterrorizándolo y encerrándolo en un armario oscuro. Esta alusión a la religión cuando se habla de libros no parece fuera de lugar. Al volver a vincularnos (reunificarnos), una verdadera religión debería disolver fronteras, abrir espacios, ampliarnos y no estrecharnos ni encerrarnos. Sin embargo, el rigor impuesto a la lectura desde la escuela y la educación autoritaria puede convertirse en un auténtico sustituto del terror eclesial, transformando las bibliotecas en oscuras dictaduras teocráticas. ¿Consecuencia? A uno le gustaría quemar los libros y celebrar el triunfo del paganismo con música y cualquier otra cosa que no sea lectura: disfrutar de la calle, de las cosas nuevas, del aire, del bullicio de los verdaderos amigos…

Pregunta final: ¿Cómo hacer de un libro un verdadero amigo, de esos que puedes perder en medio de la fiesta, con la certeza de que lo volverás a encontrar (a menos que a otro lector le haya gustado y se hayan ido juntos a tu casa)? Y otras preguntas, inevitables, ante esta última y sensual imagen: ¿por qué estaremos tan celosos de nuestros libros, por qué nos costará tanto trabajo prestarlos y, una vez en nuestras manos, devolvérselos a sus antiguos amantes?

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación se puede compartir bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0

 
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