Mi vida se llama Milena. A poco más de una cuarta parte del suelo, se alza poderosa, dueña de una personalidad fuerte y encantadora. Ella no cree en la palabra imposible. Ella es mi persona favorita, la más mandona de la familia, y yo, la madre de la mirada láser, la que inventa decenas de historias sobre niñas que no quieren lavarse la boca, ni peinarse, ni ponerse levantarse temprano.
Toda la felicidad del mundo cabe en un solo beso: el que le doy a sus dos pies descalzos, el que me da él cubierto de mocos, muriendo de risa, creyendo que algún mal se esconde en ese noble acto.
Nuestra casa se ha llenado de mascotas extrañas. Un grillo que debe sufrir el síndrome de Estocolmo, bueno, aunque cada mañana lo libero de un pomo de plástico transparente con granos de azúcar, por la noche regresa, y unos dedos traviesos lo vuelven a capturar. También tenemos un ciempiés. En su inconmensurable inocencia piensa que es una oruga que un día se convertirá en mariposa y podrá volar. A la fauna se suman dos peluches: Binaguacaní y Binaguacaney. Aún no sabemos de dónde salieron esos nombres, pero nos encanta su creatividad, su fantasía desbordante y esa hermosa capacidad de encontrar lo bello en lo simple.
Camina por la calle esquivando las rayas, regaña al sol cuando no seca los charcos de agua y tiene un mejor amigo llamado Milán. Con solo mirarlo se le iluminan los ojos, esas cuencas verdes que iluminan su rostro.
Dice que me quiere tan grande como una mamá, porque esa es su unidad de medida para calcular el universo. Ella es mi enana de la felicidad, la de la canción de Silvio, mi reparadora de sueños, la que con sus herramientas puede soltar odios y apretar amores.
Tengo mucho que aprender de ella, desde sus soluciones simples hasta los problemas más complejos, y disfruto de ese besito con el que cura las quemaduras en mis manos, debido a mis continuas torpezas en la cocina.
Ella y yo vamos juntos, desde el presente y hasta el infinito. Ella es mi heroína con capa roja y yo solo soy su aprendiz.
