
Fernando Sangiovanni (61 años) fue pintor. Vivía con su pareja, Isabel Lorenzo (59), en Montevideo. El padre de Isabel tenía una fábrica de ropa. Había estudiado Administración de Empresas para gestionarlo. Pero… en 2002 una crisis económica dejó sin trabajo a la mitad del Río de la Plata. “La única esperanza estaba en el aeropuerto”, ilustra Fernando en el showroom de Sangiovanni, la marca detrás de muchos de los contenedores de madera que triunfan en las mesas de los restaurantes más famosos del mundo. Estamos en Santiago de Compostela, pero sus contenedores viajan a los cinco continentes.
Cuando decidieron mudarse a esta ciudad tenían tres hijos: Joaquín (32 años), que tenía 11; Camila (30), que hoy es maestra, y Agustín (27 años), que llegó cuando tenía 5. Este último es tan cordial como todos los miembros de la familia. Pero su tono de voz es diferente: ha perdido el acento melódico uruguayo.
La historia de Isabel es, en realidad, una historia de ida y vuelta. Nació en Carballo, provincia de A Coruña, de padres gallegos que regresaron a Montevideo cuando ella tenía seis meses. Por eso con la crisis pensaron en Galicia para criar a sus hijos. “Cualquier emigración es el viaje más difícil, el destino es empezar de cero”, explica Fernando. Ese cero eran velas. Los hacían a mano y los vendían en puestos de ferias artesanales. Como las ventas estaban estancadas, decidieron abrir un negocio de calabazas en el centro de Santiago.
—¿Calabazas?
“Es uno de los símbolos de los peregrinos. Las tallamos y las vaciamos”, continúa Fernando. Isabel se hizo artesana. Y cuando ni siquiera el oficio daba resultado: “Acabé de camarero e Isabel empezó a servir en una casa”, concluye. Isabel es callada pero testaruda. Regresó a estudiar a Santiago y “ni siquiera entonces podía gestionar una empresa”, explica Fernando. Sus hijos, sin embargo, estaban integrados. “Eso funcionó para nosotros”, admite. Hoy Joaquín, el mayor, se siente a ambos lados del Atlántico. Agustín, directamente gallego. “También ha vivido en Londres y Barcelona, pero la integración depende no poco del carácter de cada uno”, afirma su padre.
Corría el año 2015 cuando el hijo mayor, Joaquín, terminaba sus estudios de carpintería. Al no encontrar trabajo, se puso a trabajar en una tienda. “Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que ninguno de los tres trabajaba en lo que él había estudiado”, relata. Isabel propuso montar un taller: juguetes de madera, percheros y tablas de cortar. “Fue un trabajo creativo. Pero bajo riesgo. No abrió puertas. No estábamos haciendo nada nuevo”, admite Fernando.
En 2017, con esa tienda en el centro de Santiago, la Fundación de Artesanía Gallega organizó un encuentro entre cocineros y artesanos. Presentaron sus mesas. “Solo teníamos uno diferente al que llamamos Desigual porque tenía ocho caras”. Ese tablero hizo que algunos cocineros confiaran en sus habilidades. “Nos pidieron recipientes capaces de contener salsa picante y… Sólo teníamos una sierra, pero entendimos que había un hueco en el mercado”.
Javier Olleros, del restaurante Culler de Pau (cuchara de palo), les pidió eso: una cuchara de madera. “Había algunas exigencias organolépticas (el sabor o la textura no se podían mezclar con lo que cocinaba) y nos pusimos manos a la obra”, continúa Fernando. “Los hicimos diferentes, lijando la nuez de otra forma. Las cogimos, las probó… y las rechazó. Estuvimos seis meses yendo y probando, pero lograrlo nos hizo ver que podíamos aplicar ese mismo requisito a otros contenedores”, añade Joaquín. “Entendimos que una cuchara para servir guisantes en forma de lágrima de un bocado no debe impregnar ni la textura ni el sabor de lo que sirve. “Fue un maestro”.
—¿Cómo haces para que desaparezcan las huellas de la madera?
“Lijado”, dice Joaquín. A partir de esa cuchara, los Sangiovanni Lorenzo vieron otras posibilidades. “Nunca dijimos que no. Aunque no fue rentable como encargo, sí lo fue como enseñanza”, explica Isabel. Lo ilustra con el ejemplo de la madera carbonizada. “Sabíamos que era una técnica japonesa del siglo XVI. Llevar eso a la gastronomía sin contaminar fue nuestro desafío”. Lo consiguieron apagando el fuego, retirando el exceso y fijando lo oscurecido con aceites alimentarios. “Estábamos innovando. Trabajar en artesanía es aspirar a crear sin límites”, afirma Fernando.
Las cucharas cambiaron su vida. “Todos los chefs visitan otros restaurantes. Y lo primero que hacen cuando les gusta un contenedor es darle la vuelta y buscar la firma. Por eso aprendimos que ninguna pieza puede salir de aquí sin firmar”. El nombre es un desastre. Son la familia Sangiovanni y a la vez se llaman Lorenzo Design. Fernando admite que les desaconsejaron ese doble nombre. Pero sostiene románticamente: “Es un homenaje a nuestros antepasados. Es sentimiento. Sangiovanni es la mano y Lorenzo es quien la comercializa”. Gracias o a pesar de esas dos cabezas, han llegado hasta aquí.
Agustín, el hijo menor, estudió técnico superior en Actividades Físicas y Deportivas. Vivió en Londres y regresó a Santiago con covid. “Hacía tres meses que estaba en casa cuando me pidieron que me uniera a la cooperativa”. La cooperativa es casi una utopía. Todos tienen el mismo salario. La propiedad está dividida entre cuatro y emplean a seis trabajadores. “Algunos ganan más que nosotros. Depende de la habilidad. Y del mes: nuestro salario fluctúa. No el de ellos”. “Como propietarios de cooperativas tenemos que correr riesgos. Ellos, como trabajadores, tienen derecho a su salario”, explica Isabel.
Agustín estaba aprendiendo el oficio cuando descubrió lo descuidado que estaba su sitio web. Se centró en mejorarlo, algo que ha sido fundamental para la expansión internacional de la cooperativa. Con contenedores en varios restaurantes de España, en 2018 abrieron el showroom, donde les entrevistamos, en las afueras de Santiago. Y empezaron a trabajar en Europa, Estados Unidos y parte de Asia. Específicamente: Smoke London; Mirazur en la Costa Azul, Condividere en Milán, Bambola en Chicago, Casa Dani, de Dani García, en Nueva York, José Andrés en Washington o The Owo en el Hotel Raffles.
—¿No se van a morir de éxito si todos tienen lo mismo?
“Hacemos un catálogo anual y al mismo tiempo trabajamos a la carta, exclusivamente, por encargo. Por ética, dentro de una misma ciudad no vendemos las mismas piezas del catálogo a dos restaurantes. “Es una decisión personal, una forma de cuidarnos”, responde Fernando. Los pedidos son pequeños. En la alta cocina hay entre 10 y 20 mesas. Piden entre 20 y 40 piezas por plato.
—¿Cómo se trata la madera para que dure?
Utilizan maderas europeas: nogal, roble, fresno y cerezo. El nogal es nacional. Y desde Galicia utilizan la castaña. Fernando y Joaquín explican que ante cualquier encargo piden tiempo para investigar. Desde Mugaritz pidieron una caja que fuera ligera y estable a los cambios de temperatura. Investigaron el tipo de madera que mantiene el aroma. Y resultó ser cedro canadiense. Este trabajo a medida forma parte de su trabajo como sastres: “Nos explican una idea y tenemos que plasmarla en madera”.
—¿Los chefs saben de madera?
“Saben lo que quieren: definen el uso”, explica Joaquín. “Nuestro trabajo es proponer la madera, el acabado y calcular el espesor de los cantos. Y hazlo, por supuesto”. Dice que en ocasiones desaconsejan usos. “Un vaso de madera tiene que ser sólo para agua; en el caso del vino, a pesar de los barnices naturales, puede que no aguante.”
El trabajo es completamente artesanal. Sólo utilizan la máquina de control numérico para marcar las piezas dándoles el nombre: Sangiovanni. “Para la gente que lo hace es mejor variar”, explica Isabel. Se arriesgan con diseños atrevidos que son pruebas, “como modelos de alta costura”, afirma Fernando. Pero hay más. Les han encargado muebles tras ver una fuente en un restaurante. Y han añadido bancos y lámparas a su producción. El último desafío se le ocurrió a Fernando y lo resolvió su hijo Joaquín. “El artista silencioso del torno”, señala su madre.
Este desafío tiene que ver con la sostenibilidad, y con su defensa de una economía circular. Saben que los restaurantes necesitan cambiar continuamente. Por eso los Sangiovanni Lorenzo ofrecen una puesta a punto: la reparación y conservación de las piezas. Hoy también trabajan en el tuning: el cambio en función de un objeto. “Una tabla se puede transformar en platos o cucharas. Es algo nuevo que nace sin acumular ni gastar más materia prima”. Isabel muestra unas viejas tablas de Diverxo a las que se les cortaron los bordes desgastados, se les añadieron soportes y se transformaron en nuevos contenedores. “A veces aconsejamos hidratación con cera, otras reparación y otras sustitución”. La tercera parte de su propuesta de economía circular está en fase de conversación con los chefs: les gustaría alquilar piezas por temporada. “Que no acumulen y que nos dejen reciclar después”.
Hay 10 en el taller. Y no quieren crecer. “Tenemos claro que aquí no puede trabajar cualquiera. Compartimos mucho. Tenemos ambición creativa: deseo de aprender continuamente. Porque cuando sabemos hacer algo, se nos ocurren cambios”. Es Isabel quien lo explica.
Han ido a comer a algunos de los restaurantes para los que trabajan. “Tenemos platos en Dubái –para el nuevo Diverxo– o en Dinamarca… Vender a un restaurante nórdico es como vender hielo a los esquimales”, ironiza Fernando. Esto ocurre desde hace tres años en el restaurante Brace de Copenhague. Al final, los Sangiovanni Lorenzo tuvieron una buena estrella. Más de 200 de sus clientes cuentan con una estrella Michelin.