La única amnistía que recuerdo haber apoyado ocurrió a principios de los años 80, en un cálido día de primavera. A las nueve de la mañana todos los alumnos de 6º de EGB nos quedamos en el patio cuando sonó el timbre, dejamos nuestras mochilas … Nos apoyamos en la pared y comenzamos a gritar con enorme convicción democrática: “¡Amnistía, libertad, no queremos estudiar!”. Era la voz unánime de un pueblo, una Diada feliz, el coro de la antigua nación estudiantil puesta en pie.
Desgraciadamente, nuestros votos no fueron necesarios para la continuidad del director del colegio y encima los padres, jueces severos herederos del franquismo, exigieron la aplicación contundente de las matemáticas actuales. La revolución duró media hora. Algún profesor nos dio un 155 sin ningún respeto a la voluntad popular, subimos al aula metidos en el baúl de nuestra decepción y terminamos el día abriendo el libro de lengua en la página 134. Nuestro deseo de libertad acabó disolviéndose en un análisis sintáctico. .
Entonces habríamos necesitado un Puigdemont y lo estábamos haciendo todos bastante bien. ¡Lo que hubiésemos dado por exiliarnos a jugar al fútbol! Pero éramos estúpidos y cultivamos el martirologio, un poco como Junqueras, y al final acabamos encerrados en casa haciendo los deberes y comiendo bocadillos de tulipanes con chorizo. Nadie pensaba entonces en la reconciliación y el amor fraternal, sino en la aplicación tenaz de la ley y del programa educativo. Esos fascismos.
Aquel día de primavera aprendimos –ahora lo entiendo– la lección equivocada. ¡Deberíamos haber escapado al billar!
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