Miedo, tanto miedo – .

Miedo, tanto miedo – .
Miedo, tanto miedo – .
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Quién más, quién menos, todos hemos dormido una noche con un palo apoyado en el cabecero de la cama por si pasa algo, no pasará, pero nunca se sabe. A veces, es un ruido inesperado y lúgubre el que nos hace buscar el palo; en otros, un fotograma de una película de terror que nos vino a la mente cuando ya habíamos olvidado la trama. Reconozcamos que tales ataques de miedo tienen algo de placentero, quizás porque nos retrotraen, mejor que cualquier otro estímulo, a la infancia, cuando el mundo, flamante, estaba lleno de misterios y muchas cosas aún carecían de nombre (es difícil ponerse a rodar por las mañanas sabiendo que ya no habrá novelas de García Márquez, cuidado con la que va a salir en breve y, de paso, la de Vázquez Montalbán, si los autores las prefirieron en la sombra, me temo no nos deslumbrarán como a los ojos de los secuestrados).

Aunque quizás la principal razón por la que nos dejamos invadir por el placer del miedo es que sabemos, en el fondo, que es irreal; ni el vampiro saldrá del armario ni los muertos vivientes de debajo de la cama, ni el dictador resucitará por mucho que lo invoquen.

El depravado personaje que visita el Suicide Club soñado por Stevenson (y que sabrá aceptar la apuesta más alta) admite haber probado todos los excesos sin experimentar una sensación más intensa que el terror.

De todos los miedos inaceptables, la supervivencia de la religión me parece el más dañino. Sentir que la superstición y el oscurantismo siguen campando a sus anchas tras el magnífico esfuerzo realizado por la Ilustración para que fuera la razón y no aspiraciones inútiles la que guiara nuestros pasos, no dice mucho en nuestra defensa.

No en vano fue una campaña clerical la que convirtió a José Bonaparte en una patraña risible. Llegó sin vino, pero con la Enciclopedia bajo el brazo, y con él se fueron Goya, Moratín (aunque aguantó hasta que le colgó del cuello el rayo de Riego en la plaza de la Cebada), Manuel Silvela y muchos otros, siguiendo la ancestral costumbre hispana de despedir al mejor.

Fuera también están nuestros científicos más brillantes, aquellos que supieron advertirnos que el virus podía ser derrotado si seguíamos las instrucciones pertinentes. Frente a ellos, los negadores, cachorros de inquisidores que tienen la misma opinión sobre la redondez de la tierra, las estelas de vapor o la ineficacia de las vacunas. Si hubiera sido por ellos, nos habríamos suicidado en masa ante los signos acumulados del fin de los tiempos. O, como mal menor, hubiéramos optado por la solución florentina y esperado el cataclismo jodiendo como conejos.

Cuestión muy diferente es que lo que nos inquieta es posible y, peor aún, probable: la mujer que reconoce la voz de su agresor en el intercomunicador; el niño que va a la escuela sabiendo que las palizas se repetirán (¿ya se les olvidó la noticia? Yo no); el comerciante que identifica al ladrón en el individuo que ingresa a su establecimiento; el desempleado que tiene a la policía y al funcionario judicial a la entrada de su casa reclamado por el banco; los que viven en la Cañada Real y oyen que se acerca una tormenta; el matrimonio que vuelve de cenar y oye pasos acelerados en la calle solitaria…

Los palos levantados por una mano temblorosa son de poca utilidad en tales circunstancias. Tampoco las oraciones ni los hechizos. Ni cerrar los ojos y repetir cien veces no.

Como cuando éramos niños.

No niego que hay motivos para tener miedo, aunque las estadísticas nos recuerdan que España es un país bastante seguro; si no confías en ellos (tantas veces contradicen nuestros prejuicios que parecen tener algo personal contra nosotros), habla con cualquier recién llegado de bastantes lugares del planeta. Entre las peculiaridades que más les sorprenden de este país es que podemos andar con el móvil en la mano, que vamos a un cajero automático sin escolta o que volvemos a casa andando por la noche, sólo por el gusto de hacerlo.

También que los conductores respeten los pasos de peatones y no arranquen de repente si una moto se detiene junto a ellos (y mirad cómo están acostumbrados a los ruidos desagradables: allí sigue triunfando Julio Iglesias).

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Por supuesto, la seguridad es necesaria, y las empresas que se dedican a procurarla realizan un trabajo legítimo y encomiable. De hecho, creo que sus anuncios, que tienen que ser dramáticos para ser efectivos, son aburridos pero bastante moderados si pienso en el catastrofismo que pueden mostrar.

Aunque me parece que han delegado la tarea de poner el miedo en el cuerpo a ciertos individuos dedicados, en teoría, a la información, que optan por convertir cada ocasión propicia en un catálogo de amenazas interminables, crímenes atroces cometidos en cada esquina, ocupaciones (no me comprometo con la “k”, esencial, sin embargo, para Kafka) realizada en el período en que se compra el pan, por miles y en cualquier momento; cuando no guerras entre bandas que dejan las del cine americano en reuniones parroquiales.

Día tras día, periodistas esforzados, comprometidos sólo con la verdad y que en ningún caso faltaría más, responden a intereses turbios, dan cuenta del panorama que nos atenaza, que nos vuelve rehenes de los delincuentes y nos obliga a encerrarnos en casa con el palo en la mano (no será casualidad que los dos grandes inventos españoles, piruletas y fregonas, lleven palo) y sin más contacto con el exterior que la televisión, que nos informará de la anarquía reinante con total independencia y veracidad.

Como cuando nos aseguraron que nos esperaba el frío y un eterno eclipse sin una mala gota de combustible para poner en la caldera. Se agotaron los fogones, velas y cerillas para que la gente pudiera comer en los hogares rendidos al microondas y vitrocerámica.

Por cierto, parece Sálvame, el ejemplo más claro de violencia doméstica, desaparecerá. Descorcho un rosado y brindo.

Las atrocidades que a veces se proclaman no se justifican sólo por la necesidad de vender alarmas. Los campeones de la información contrastada nos quieren encadenar por los gruesos eslabones del miedo, quizás porque estamos dispuestos a aceptar todas las concesiones que se nos propongan y a renunciar a cuantos derechos, placeres y convicciones sean necesarios a cambio de la seguridad prometida. .

Si el truco ha funcionado para las religiones durante siglos, ¿por qué no debería seguir con su encantamiento macabro ahora?

No han faltado quienes han pedido leyes que nos permitan armarnos para nuestra mejor protección. ¡Qué barbaridad si esa medida triunfa en Ecuador! Incluso las tortugas, que ya tienen armadura, necesitarán un casco.

Los cobijados en la cima harían mucho mejor si nos dejaran disfrutar de nuestras propias pesadillas por la noche, con un palo al lado, y el resto del día con amigos, un libro, el mejor amontillado y la tranquilidad de saber que no todos los que nos cruzan tienen la intención de agredirnos.

Habrá alguien que se nos acerque para pedirnos una luz.

 
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