Oficina de supervivientes | Página|12

Oficina de supervivientes | Página|12
Oficina de supervivientes | Página|12

El miércoles pasado participé de una actividad organizada por la Fundación FILBA, organizadora del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires. El tema que iba a presentar tenía un título pomposo: “Los libros que me salvaron la vida”. Me pareció un poco exagerado, porque ¿hay libros que te salven la vida? Pero cuando lo pensé un poco más, me di cuenta de que los libros siempre te salvan de caer en el abismo de lo que sea, muchos te llevan a un lugar, parafraseando a Baudelaire, de “lujo, calma y voluptuosidad” y otros simplemente están con usted cuando los necesite. A los lectores empedernidos, los libros nos acompañan en los momentos difíciles, a una visita al médico, a una cita de ruptura, a un viaje en solitario, para hacer más llevadera cualquier tipo de espera. Como lector, esto es lo que me ha pasado en más de una ocasión. Como autor, esto es lo que me gustaría que sucediera con lo que escribo: acompañar a alguien en el momento en que lo necesita.

Hay libros que quizás no te salven, pero que forman parte de tu vida. Con esa premisa comencé a llenar una mochila con libros para mostrárselos a los presentes. Porque en esos casos los libros no son sólo el contenido, sino también los ejemplares, las ediciones en las que leemos esos cuentos, ideas, poemas. También son nuestras marcas, los comentarios escritos en los márgenes. Podríamos reconstruir nuestra vida con aquello que destacamos en un momento determinado.

Aproveché la oportunidad (un público cautivo disfrutando de una copa de vino) para leer extractos de esos libros. Leer en voz alta es algo que me gusta desde niña, cuando a los ocho o nueve años, en las tardes de verano en Lanús, nos sentábamos a la sombra con mis amigos para poder leerles. Las locuras de Isidoro cualquiera Las desventuras de Beanpole.

Dije que un libro que me salvó la vida fue Respiración artificial, de Ricardo Piglia. Cuando lo leí por primera vez, cuando tenía dieciséis años, me dije que algún día quería escribir con las palabras que usaba Piglia. Fue la primera vez que tomé conciencia de la lengua argentina, la que debía utilizar si quería ser escritora. Una novela que te enseña un lenguaje propio, que te hace comprender la tradición literaria, pero sobre todo que te habla de una época (la dictadura) con palabras que son eternas y que siempre se pueden leer en el presente. Basta leer el breve texto que aparece en la contraportada de la edición de Editorial Pomaire, quizás la contraportada más corta de la historia: “Tiempos oscuros en los que los hombres parecen necesitar aire artificial para sobrevivir”. Sólo eso: letras blancas sobre un inmenso fondo negro.

¿Y qué es la literatura, qué son los libros sino una forma de respiración artificial en tiempos oscuros? Piglia dice en otro momento de la novela: “Hay que saber mirar lo que viene como si ya hubiera sucedido”. Buen consejo para esta época, pero hay más: “La historia argentina es el monólogo alucinado e interminable del sargento Cabral en el momento de su muerte, transcrito por Roberto Arlt”.

Mientras seleccionaba los libros que llevaría a la reunión descubrí que la mayoría eran poesía. De hecho, tomé sólo una parte de los muchos volúmenes que me hubiera gustado compartir.

Hay poetas que me pusieron títulos y epígrafes a mis libros, como el italiano Salvatore Quasimodo, autor del poema “Ahora vuela la flor flaca”, que dice: “Nunca sabré nada de mi vida,/ sangre oscura y monótona. / No sabré a quién”. Amé, a quien amo,/ ahora que apretado, reducido a mis miembros,/ en el viento dañado de marzo/ enumero los males de los días descifrados”.

De los poetas argentinos, la llamada Generación del 50 fue la que marcó para mí -al igual que Piglia- el camino por el que discurrió nuestra lengua, además de que estos autores expresaron sus inquietudes políticas y sociales. No fueron los primeros, pero sí lo hicieron con un alto nivel de lirismo. Siete de esos poetas, amigos entre ellos, hicieron una antología con sus textos y los incluyeron sin aclarar quién había escrito cada poema, excepto en el índice final. El libro se llama Antología interna y reúne hermosos versos de Edgar Bayley, Miguel Brascó, César Fernández Moreno, Noé Jitrik, Ramiro de Casasbellas, Francisco Urondo y Alberto Vanasco. Un libro inencontrable que compré hace más de veinte años en una librería de segunda mano. Pienso en los diferentes caminos de vida de estos siete hombres, todos tan diferentes. Hollywood habría hecho más de una película con la vida de estos escritores.

A veces los libros que nos salvaron la vida nos dan sorpresas. Por ejemplo, en uno de ellos encontré un poema recortado de un suplemento cultural. El poema se llama “A César Vallejo”, de Alberto Vanasco, excepcional poeta y novelista. Lo recorté en 1989 y estaba dentro de un libro, pero antes lo leí en público cuando me tocó hacerlo en la Primera Bienal de Arte Joven. Contexto: marzo de 1989, agonía final del radicalismo, la hiperinflación, la arrogancia de un gobierno que no se daba cuenta de que estaba a punto de caer. Antes de leer mis poemas (que eran muy malos), leí el poema de Vanasco que dice: “No nos basta la lengua, camarada,/ para decir lo indecible./(…) No nos sirve la lengua, camarada,/ si no rompamos previamente las palabras/ si no las masticamos a priori con violencia/ y las trituramos obstinadamente un rato./ (…) Y sin embargo cantamos/ cantamos en un tiempo de crimen y despojo/ pero no cantar esta vez pero la otra / la hora en que todo el que quiera podrá cantar”.

Vanasco era amigo de otro poeta, Mario Trejo, uno de los más destacados de su generación. La poesía de Trejo está casi toda reunida en un solo libro: El uso de la palabra. Sus poemas siempre vienen conmigo, como quien lleva en la cartera una foto de sus seres queridos. Hay un poema muy divertido (el adjetivo es correcto) que se llama “Apuntes para una crítica de la razón poética”. En tres de sus provocativos versos escribe: “el hombre nuevo debe guardarse de dos peligros: / de derecha cuando es diestro / de izquierda cuando es siniestro”.

Tiene unos poemas de amor increíbles (“Labios libres”, “São Paulorevisited”), pero el que más se me queda grabado estos días es uno que escribió dedicado a un amigo suyo que había estado preso por la dictadura de Francisco Franco. El poema termina diciendo: “Mi dolor y mi alegría no han servido de nada/ Mis errores no han servido de nada/ La noche puede durar y durará todavía/ El amanecer es trabajo de los supervivientes”.

Allí están, en la biblioteca propia o pública, en una librería o en una web de intercambio gratuito. En papel o digitalmente. Ahí están los libros que nos esperan para seguir salvándonos la vida. Qué novela, qué volumen de cuentos o ensayos, qué poesía nos acompañará en estos tiempos oscuros. Espero que nos ayuden a ver el amanecer que merecemos.

 
For Latest Updates Follow us on Google News