La memoria como escudo | Opinión – .

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Desde Río de Janeiro

Recuerdo cómo habría sucedido el miércoles pasado. Y, sin embargo, ya ha pasado medio siglo.

Tenía 25 años y hacía poco más de un año vivía en Buenos Aires, en la esquina de la calle Canning, que ahora se llama Scalabrini Ortiz, y la calle Beruti.

Eran alrededor de las diez de la mañana en Buenos Aires cuando Eduardo Galeano llamó para decir que llegaría en quince minutos. En aquella época él no tenía televisor en su casa, y cuando quería ver algo importante y urgente se enamoraba del nuestro, el de Martha y el mío.

Sin la menor idea de lo que estaba pasando, recuerdo que me di una ducha rápida y recién me había vestido cuando llegó Eduardo.

Así conocí la Revolución de los Claveles, que sepultó de una vez casi medio siglo de la cruel y sangrienta dictadura instaurada en Portugal por un tirano llamado Antonio Salazar.

Exiliados, ambos –él, de su Uruguay, y yo de Brasil– estábamos inmersos en la más pura emoción. Ver soldados uniformados portando rifles en cuyos cañones las niñas habían colocado claveles. (foto) Fue una imagen que nunca salió de mi memoria. En menos de diez minutos aprendimos a cantar “Grandola, vila morena”, que era una especie de himno para la reanudación de la democracia en Portugal.

Y nos preguntábamos cuándo veríamos lo mismo en nuestros países.

Bueno: la verdad es que aquí nunca habíamos visto algo así, pero para bien que para bien, la democracia volvió. Bajo amenazas, con riesgos, pero regresó y sobrevive en nuestras regiones.

Eduardo se fue hace nueve años. También en abril.

Nosotros, que estábamos juntos en un grupo grande de países, nunca nos encontramos en Portugal. Ese es otro de los vacíos que llevo en el alma.

Desde hace años –unos treinta– frecuento Portugal. Tengo amigos especialmente queridos, tengo mi cafetería, mi librería, mi restaurante. Es decir, todo lo que necesito para saber que el país me pertenece y que yo le pertenezco.

Cuando llegué por primera vez a Portugal, casi el setenta por ciento de las casas no tenían ducha, poco más de la mitad no tenían agua tratada y el cuarenta por ciento no tenía servicios sanitarios básicos. Los presos políticos ascendían a unos treinta mil y los libros censurados llegaban a los diez mil. En Lisboa, el diez por ciento de la población vivía en casi veinte mil chozas precarias.

Lo que hemos visto con el tiempo es cómo uno de los países más atrasados ​​del mundo se convirtió en un referente. Algunos datos sirven para dejar clara esta transformación: el analfabetismo, que alcanzaba el 26 por ciento de la población, hoy alcanza el tres por ciento. La capital portuguesa es segura, limpia y bien organizada.

Y caro: el creciente volumen de extranjeros que se instalaron en la ciudad elevó los precios, principalmente de los inmuebles, a niveles inesperados.

¿Hay peligro? Si y mucho. La extrema derecha creció en Portugal y cuenta con un fuerte apoyo de una parte importante de la comunidad de brasileños que se estableció en el país.

Pero nada parece lo suficientemente fuerte como para amenazar la democracia conquistada con tanto esfuerzo.

El recuerdo de los años de oscuridad y pólvora sirve de escudo para proteger lo conquistado.

 
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