Homo Ecce | Página|12 – .

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De Madrid

UNO ¿Lo fue o no lo fue? ¿Es o está hecho? ¿Será o no será? Ésa no es la pregunta sino el cuestionamiento, piensa Rodríguez, el sábado por la mañana. Y Rodríguez aplica eso a la posible auténtica falsedad de lo que contempla con los ojos bien abiertos. Afuera, la certeza de cierto tipo de euforia se divide entre una resaca de veloces que aún deambulan por el Paseo de la Castellana añorando a su Santa Hermana; prolegómenos abanderados a otra inevitable victoria-campeón del Real Madrid (porque es el Real Madrid) para celebrar con Cibeles; y los que peregrinan, casi sin explicar por qué, a la Feria del Libro. Dentro, en El Prado, Rodríguez frente a –como se exhibe en la sala de claroscuros– “El Caravaggio perdido” cuando en realidad, piensa, debería llamarse “El Caravaggio encontrado”, ¿no? Porque existe ese “Ecce Homo”. Y, como es habitual, Rodríguez se la imaginó mucho más grande de lo que es entre tantas fotos en tantas páginas de periódico. Pero ahí está ahora. Tamaño del trío: soldado que parece reprender a una multitud de entonces (que es multitud de ahora); Poncio Pilato haciendo un gesto con las manos mal lavadas no de “Aquí está el hombre” sino de “¿Qué hacemos con este tipo?”; y un Jesucristo que es, para Rodríguez, el menos logrado del grupo pero, tal vez, se dice, el más interesante precisamente por eso: porque ece Es un Jesucristo muy poco jesuita y cristiano. Nada de místico ni épico, rostro casi vulgar y aburrido; como si nada le importara ni le hiciera daño y con pocas ganas de preguntarle a su padre por qué lo abandonó sino más bien gemir mamá, cuando nos vamos o cuanto falta para llegar y poder irnos para no ¿Volver y que otros lo sigan en los próximos años? Dos milenios y, a ser posible, sin demasiado maricón, amén.

DOS Y, por supuesto, Rodríguez vino a verlo porque le gusta Caravaggio. Mucho. Hace más de veinte años, ya había visto la colosal exposición del Museo de Bellas Artes de Bilbao (que coincidió con la de Warhol en el Guggenheim, uniendo a dos forajidos opuestos pero complementarios); y está aquí y ahora para agregar cromo a su álbum de pintor de sombras para poder pintar con luz como ningún otro. Sí: Rodríguez es fanático de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610) como algunos lo son de Taylor Swift o de la actual estrella del Royal White Team o de ese hombre de influencia quién escribe (o a quién escribe) y reúne a sus huestes en esos caminos ahora biblioencasillados de El Retiro. Rodríguez no sólo admira su obra (78 cuadros de su mano y pincel y unos cuantos -demasiados quién sabe si sí o no- no, porque Caravaggio no era dado a firmar su propia obra); También está fascinado por su vida. Sus idas y venidas y bocetos y tachaduras de punk casi barroco y pecador capital en provincias metiéndose y saliendo de líos con patrones/mecenas, asesinando en peleas de taberna, fugitivo y exiliado y deprimido y emboscado y desfigurado por su propio mito y demonio. fama, murió en un huracán de fiebre, martirizado póstumamente por el Gran Arte y la Pequeña Iglesia pero finalmente canonizado en el siglo XX. Caravaggio como Caravaggio sin pintar y el Caravaggio más pintado: dedicado al retrato extático de santos y vírgenes torturados religiosamente con rostros de putas y putas (para una de sus Marías, se dice, posó el cadáver de una prostituta embarazada y ahogada en el Tíber) donde a veces un caballo era más importante que un apóstol. Todo con una expresividad en cuerpos, rostros y sombras que dio origen a la pintura moderna. Y, por supuesto, Rodríguez leyó poemas de Thom Gunn. Y una novela de Álvaro Enrigue (donde hace jugar a Caravaggio al tenis con Francisco de Quevedo con una pelota hecha con el pelo de la decapitada Ana Bolena). Y vio la película de Derek Jarman. Y, este sábado por la mañana en El Prado, leyó todo sobre el “Ecce Homo”, este “nuevo Caravaggio”.

TRES Cuadro atribuido a José de Ribera y retirado de subasta por sospechas de caravaggioismo y declarado bien de interés cultural para evitar su salida caravaggiana del país. Y ahora cedido en El Prado por nueve meses prorrogables “gracias a la generosidad de su nuevo dueño cuya identidad no ha sido revelada” sino “un extranjero residente en España” (y Rodríguez no puede evitar preguntarse si no será ese experto falsificador de sí mismo que es Tom Ripley que, en la reciente serie de Netflix, aparece más que obsesionado por el pintor italiano). Y el caso “Ecce Homo” –sus dudas y seguridades– se suma a otros episodios célebres recientes a la hora de dar fe de la paternidad pictórica. Como “El Coloso” de Goya: dejar de serlo y atribuirse, con escándalo y polémica, en 2009 a “un seguidor” para, en 2021, ser devuelto al país y al poder del primer responsable. O el “Salvator Mundi” comprado en subasta pública por sólo 10.000 dólares y “redescubierto” en 2005 para ser atribuido –con gran pompa, circunstancia y vacilación– a Leonardo Da Vinci porque ninguno de sus discípulos o imitadores logró la “especulación”. filosófico y sutil” del cuestionado lienzo en cuestión y, de repente, incuestionable. Pero quién sabe y, en principio y en última instancia, a quién le importa. Cual Lo que importa es que fue revendida en Christie’s como la obra de arte más cara jamás subastada por 450.312.500 dólares y, según se dice, ahora navega en el yate de lujo. Sereno, propiedad de Mohamed bin Salmán, príncipe heredero de Arabia Saudita.

CUATRO Y la historia del arte se desborda de estos cruces en los que camarillas museológicas se enfrentan, autentificando o condenando con modales que van desde lo calificado hasta lo mafioso por quienes, también, pueden colgar un cuadro de Mondrian boca abajo durante 77 años sin darse cuenta. Y a partir de ahí museos enteros y exposiciones temporales dedicadas íntegramente al bello arte del arte falso y todo un escuela de “falsos asimilados” con mala conducta. Y leyendas urbanas que susurran que hasta el 40% de lo que se exhibe en las galerías de arte más prestigiosas (en lo que respecta al arte precolombino la cifra se eleva al 90%) son perfectos, no falsificaciones sino reproducciones; mientras que los originales descansan en los altares de los multimillonarios de aquellos que, por supuesto, también A menudo, sin saberlo, pagan por obras falsificadas a precios astronómicos porque necesitan algo con el que llenar ese espacio vacío encima de la chimenea. Y así, coleccionar nuevas formas de gran maestro como Han van Meegeren (“Arrastrado por los efectos psicológicos de mi desilusión por no ser reconocido por artistas y críticos, un fatídico día de 1936 me propuse demostrar mi valía al mundo y decidí crear una obra maestra de Vermeer.“) o Elmyr de Hory (protagonista de la F de falso de Orson Welles y que nunca se sintió falsificador pero un “sustituto”) o Franciso José García Lorca (que hoy se enorgullece de que “mis Rembrandt, Van Gogh y Picasso cuelguen en los museos más grandes del mundo”).

En cualquier caso, Rodríguez prefiere -están enmarcadas con un amor y una pasión más puros y verdaderos- estas mentiras a las falsedades que terminan resultando, tras las elecciones, en las promesas borrosas y borradas de los políticos en campaña.

Y hay una larga cola para comprar una postal superventas en ese lugar tan importante como obra maestra: la tienda del museo donde la réplica barata muta en una cara. recuerdo. Entonces Rodríguez regresa y toma una foto con el celular cuando el guardia de seguridad mira para otro lado.

Y Rodríguez abandona El Prado.

Y mira la foto.

Y, por supuesto, resultó incuestionable, certificado y auténtica y verdaderamente conmovido como su autor.

 
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