la melancolía de la ciudad – .

El arquitecto salmantino, uno de los grandes pensadores de su profesión en la segunda mitad del siglo XX, combinó tradición humanista y compromiso crítico con la ciudad contemporánea.

Antonio Fernández Alba fue de niño al colegio de Atilano Coco, el pastor anglicano que tenía amistad con Miguel de Unamuno y que una noche de diciembre de 1936 fue fusilado en la sierra de Salamanca. La memoria trágica del maestro y, con ella, la imagen borrosa de Unamuno –a quien frecuentaba el padre de Fernández Alba, un adinerado constructor local– formaron el sustrato de la memoria del arquitecto, esa parte inconsciente que nunca deja de brillar. a lo largo de su vida y que Fernández Alba enriqueció con Imágenes en parte reales y en parte construidas por su nostalgia.: la tranquilidad de un hogar ajetreado; el dorado esplendor de la Salamanca renacentista; el olor a cosecha de los campos castellanos; o la sombra, finalmente, de Tormes en la Flecha, aquella finca donde se retiró fray Luis de León y que Fernández Alba, en su vejez, evocaba con devoción y tristeza.

Es difícil saber si un conjunto de recuerdos pueden sustentar una vida, ya que buena parte de los recuerdos se hacen a posteriori, tienen algunas iluminaciones póstumas, pero en el caso de Fernández Alba no hay duda de que las imágenes atesoradas en su La infancia le ayudó a comprender mejor su carrera. Si el recuerdo del hogar evoca su viaje al Madrid medio destripado en 1947 para estudiar Arquitectura bajo la tutela de un amigo de su padre, el arquitecto José Luis Fernández del Amo, el recuerdo de Salamanca y su campo explican los primeros proyectos de Fernández Alba en esa ciudad, quizás los mejores de su obra, mientras que el retiro de fray Luis habla de la pasión que siempre sintió el arquitecto por la poesía, en la que vio un arma más poderosa que la arquitectura, disciplina a la que sin embargo se dedicó. a sí mismo con pasión y sobriedad.

Lo de Fernández Alba no es un arquitectura estilista. No se subsume en las formas reconocibles y precocinadas de una marca, sino que se despliega, evoluciona, muta en función de los distintos contextos y de los cambios intelectuales y preferencias de su autor. No es la arquitectura del erizo la que lo sabe todo desde el principio, sino la del zorro que sigue aprendiendo y no tiene miedo de cambiar. En este juego de cambios, hay un primer Fernández Alba, joven y enérgico, que busca en las formas suaves del organicismo y en su aspiración de acercarse a la vida un antídoto a la frialdad mecanicista (el “racionalismo de catálogo”, lo llamó) . ) que a mediados del siglo XX congeló la arquitectura. Aunque el organicismo de Fernández Alba era modesto, precario, como entonces era España, nos ha dejado un puñado de edificios que el tiempo seguirá confirmando como obras maestras: el convento del Rollo de Salamanca, donde se unen la higiene de Le Corbusier, la plasticidad. por Aalto y Utzon y historia local hecha con piedra arenisca, techos de tejas y ventanas con rejaspero también el Colegio Nuestra Señora de Santa María de Madrid o el Colegio Montfort de Loeches, ágoras donde la renovación pedagógica sabe aliarse con la escala humana, los materiales tradicionales y el paisaje.

Después del organicista, está el Fernández Alba que conoció a Louis Kahn en 1967 y, fascinado por la Retórica moderna pero al mismo tiempo monumental. del arquitecto estadounidense, construyó un notable conjunto de edificios públicos en España, el de la Transición, que necesitaba nuevos emblemas. Entre ellos se encuentra la Escuela de Arquitectura de Valladolid, que huye de un funcionalismo contundente para afirmarse en una geometría arrolladora, con la que Fernández Alba comienza su larga lista de edificios universitarios. Y también está el Centro de Datos del Instituto Geográfico de Madrid, con su fachada medida como un templo pero vasta como una fábrica, o, más tarde, el Tanatorio de la M-30 en Madrid, cuya geometría atemporal y serena desafía la carretera e impone dignidad. sobre la siempre difícil atmósfera de la muerte.

Junto al organicista del tardofranquismo y al cívicista de la Transición está, al fin y al cabo, un Fernández Alba que se interesó por la historia y que, marcado por su aprendizaje como fugaz director del Instituto de Conservación y Restauración, dedicó buena parte del último tramo de su carrera para construir sobre lo construidouna apuesta que daría lugar a destacadas intervenciones tanto en monumentos de su Salamanca natal –la Real Clerecía– como en algunos de los mejores edificios de aquel Madrid de la Ilustración, optimista y contenido, con el que tanto se identificaba Fernández Alba: desde el Observatorio Astronómico hasta el invernadero del Jardín Botánico o el antiguo Hospital de San Carlos, hoy Museo Reina Sofía.

Prolífica y comprometida con su tiempo, la trayectoria de Fernández Alba –que recibió todos los premios que puede recibir un arquitecto y formó parte de dos reales academias– puede hacernos olvidar que Lo que interesó al maestro salmantino no fueron tanto los esplendores del estilo sino el corazón cultural y el sentido cívico de la arquitectura.. Para Fernández Alba la arquitectura era el rigor de la materia, pero también el sentimiento manifestado en las formas y la capacidad de ver la realidad con ojos críticos y soñar las cosas para mejor. El profesor estaba convencido de que la arquitectura crea refugios tanto como construye símbolos., trasciende la resolución de funciones efímeras o la convalidación de especulaciones inmobiliarias, y es, en definitiva, un arte para todos, común, ya que construye ciudad. Por esta razón, también estaba convencido de que la única manera de mantener el estatus cultural amplio y relevante de la arquitectura era que los arquitectos no renunciaran al estatus de técnicos humanistas que alguna vez tuvieron o se decía que alguna vez tuvieron.

Que él, por supuesto, era un humanista es evidente, desde el principio, en sus primeros pasión por la literatura más exigente, la de místicos como San Juan de la Cruz y poetas románticos como Hölderlin o Novalis, quien continuó leyendo hasta el final. Y también se evidencia en su interés casi obsesivo por el arte y la filosofía. Si el arte –que vivió desde dentro como único arquitecto del Grupo El Paso– fue para Fernández Alba un escape de la arquitectura autoconsciente al presunto reino de la libertad, la filosofía se convirtió en el cauce de una curiosidad inagotable pero no pudo ni lo hizo. No quiero ser sistemático, porque se hizo a merced de sus preocupaciones. Eso no la hace menos rica: fue la curiosidad exigente con la que se sostuvo como apoyó a sus numerosos discípulos en aquella Escuela de Arquitectura de Madrid cuya pedagogía renovó desde la raíz, para modernizarla y enriquecerla.

El rostro que el tiempo ha dado a la arquitectura acabó resultando irreconocible para Fernández Alba. Le escandalizó la adoración supersticiosa de los “starchitectos”, la anomia cultural de las ciudades y la disolución del humanismo; Sintió todo esto casi como un fracaso personal. No desistió, sin embargo, de ir contracorriente, aunque optó por hacerlo tranquilamente, con clarividencia, y de dos maneras: escribiendo textos que sabía que pocos leerían y perderse en un retiro nostálgico para buscar, como el poeta, la compañía de pocos amigos y de libros aún menos pero más eruditos juntos. Al final de su larga vida, Antonio Fernández Alba, uno de los arquitectos más influyentes de su tiempo, se sentía menos arquitecto que simplemente lector, y esta humilde pero lúcida declaración da la medida de su talla intelectual y humana.

 
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