‘La literatura era un juego’

Paul Auster es el oráculo. Hace apenas treinta años, el profesor Argüello, que prescribía libros libremente, me hizo leer una novela trenzada que se llamó y se llama Leviatán. Sí, fue perfecto para mí: asombro tras asombro tras asombro. Y la lectura vertiginosa del mismo me convirtió en un coleccionista, como a tantos nostálgicos, en la búsqueda descarada e incesante de todo lo que había escrito tal maestro de tal oficio.

Ya sospechaba que iba a ser escritor no sólo porque se me ocurrió escribir, sino porque, en lugar del personaje para dirigir películas o los nervios para pintar o las ansias de cantar, mi espíritu estaba retirado -esperando una paz ganada-. . a mano alzada – de quien se dedica de lunes a domingo a atar cabos. Pero leer novelas tan brillantes e imposibles de escribir como La música del azar, La trilogía de Nueva York, Mr. Vertigo, La tierra de las últimas cosas y El palacio de la lunaque al final me hizo llorar, me recordó esta vocación tan extraña como cualquier otra.

Muchas de sus obras tienen un escenario común: Nueva York.

Foto:imágenes falsas

Y como se acercaba el momento de graduarme de la carrera de Letras, llegó el momento de decidir una de mis formas de ser, Decidí escribir la tesis ‘Todos los hombres del rey: un documental sobre la historia de Paul Auster’ con la esperanza de comprender qué pasaba cuando una persona a puerta cerrada se resignaba a ser escritor. Tres libros más entre los libros de Auster, las memorias literarias El arte del hambre, A Salto de Mata y La invención de la soledad, que mi hermano y mi padre me trajeron de sus viajes, me ayudaron a hacer las paces con ese destino. Hace apenas treinta años, en los resbaladizos pasillos de las academias, había arrogancia al insistir en una posmodernidad en la que la literatura –fragmentaria, escritural, exegética, culturalista– era privilegio de una élite de exiliados, y además no era de es inútil. Y yo, hermano e hijo de madrugadores, me negué de pies y manos a dedicar mi rutina a revolcarme en esa inutilidad, a ejercer un lujo.

Reconstruir el camino de Paul Auster de 1947 a 1997: es decir, su descubrimiento de una oportunidad que suena a destino, su sorpresa ante el misterio de su padre, su pulso con el judaísmo, su amor infantil por el béisbol, su tendencia a responder con ficción a una mundo en guerra, su alma ligada a las ciudades de Nueva York, sus idas y venidas de Estados Unidos a Francia, sus cuadernos de historias de milagros, sus malabarismos para vivir de la escritura, sus influencias, sus intimidades, sus traducciones, sus reseñas, sus poemas enigmáticos como puños cerrados, sus obras de teatro con un pie en el absurdo, sus esposas tan brillantes, sus ensayos sobre la narración, sus diarios, sus novelas sobre la identidad, sus guiones y sus películas –me correspondió recuperar la convicción de que La literatura era un juego, un encuentro entre iguales, una forma de compasión, una tradición de ruptura, una vida detrás de la ventana, y una forma de sostener la mente y digerir esta experiencia que parece un cine rotativo, pero también una rutina como cualquier otra: el trabajo manual y el trabajo de oficina.

Leviatán, de Paul Auster

Foto:Archivo privado

El arte del hambre, una hermosa antología, de 1997, de ensayos, prefacios y entrevistas que en conjunto dan una declaración de principios, revela de texto en texto que vivir es pasar de la poesía a la prosa, que la buena escritura es resultado de la buena humanidad, que narrar es estar ocioso, que lo ideal es que una historia venga del mismo lugar de donde vienen los sueños, que la biografía de un autor rime con su obra, que Si los escritores no tuvieran hijos andarían por el mundo creyéndose Rimbaud, que uno se convierte en otro en el proceso de escribir sobre uno mismo, que la utilidad de la literatura es compasión y es terapia y es confusión en tiempos maniqueos, que el ficcionalista vive con ideas de libros, durante años y años, antes de encontrar el momento escribirlos, y que “Ser artista es atreverse a fracasar”, dice Beckett, “como nadie más se atreve”.

Un salto del monte, también de 1997, subtitulado “una crónica de los primeros fracasos”, deja claro el asunto desde sus primeras páginas: “Mi única ambición había sido escribir”“La posibilidad de ser pobre no me asustaba”, “mi problema era que no tenía ningún interés en vivir una doble vida”, recuerda Paul Auster, pero pronto se lanza, con el orgullo de quien entiende que ganarse la vida es no se trata de hombres menores, a un recuento de todos los trabajos que tuvo que hacer para ganarse el tiempo que requiere el oficio de ficción: jugueteó, hizo juegos de mesa de béisbol, hizo novelas policíacas con la convicción de cualquier taquígrafo judicial y hacía guiones dictados por una voz dentro de él –la voz de una señora con cara de mecenas– que le susurraba “Recuerda que esto no es una obra de Shakespeare, sino una película: hazla lo más vulgar que puedas”.

La invención de la soledad, de 1982, cuenta el momento exigente de la vida en el que Paul Auster pudo limitarse a ser Paul Auster: el momento en el que no sólo pasó de ser hijo a ser padre, de ser poeta a Ser narrador, pero, tras la inimaginable muerte de su padre, recibió la herencia que le permitió convertir la vocación en un trabajo, en una rutina. En ‘Retrato de un hombre invisible’, primera parte del libro, indaga en el distanciamiento de su padre con el mundo, y comprende que es un hombre anestesiado por una tragedia. En ‘El Libro de la Memoria’, el segundo volumen, escribe un mural sobre la vida que comienza cuando una nueva vida está a cargo. Y ahora que he releído el texto, veintiocho años después de la primera vez, tengo claro –porque Auster le lee Pinocho a su pequeño hijo Daniel, noche tras noche– que sólo se es un niño de verdad cuando se consigue rescatarlo. el propio padre. del fondo del mar que es la muerte: eres una sola persona, es decir, eres sólo un drama con un principio, un desarrollo y un final, cuando entregas tu vida a tu propio padre.

La escritora Siri Hustvedt fue la segunda esposa de Auster y su compañera incondicional hasta sus últimos días.

Foto:© Marion Ettlinger

‘Todos los hombres del rey: Documental sobre la historia de Paul Auster’, mi tesis, llega hasta 1998. No os podéis imaginar lo que vino después. No confiesa que mi querida Diana Pardo me regaló un ejemplar firmado de Señor vértigo que había sido de su hermano Germán, que también era mi hermano. No basta con dedicarla a mi padre, que también murió y era un hombre visible. No interpreta las novelas como austeras, inquietas, Tombuctú, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Invisible o 4 3 2 1, Por ejemplo. La vida feliz no cuenta con Siri Hustvedt, Ni explora la devoción de sus lectores, ni recrea el reconocimiento del mundo en cincuenta idiomas, ni celebra la música de su hija Sophie, ni revisita su fe en la política de izquierda, ni admira su renuncia a votar por el Partido Demócrata, ni retrata su desolación ante el ascenso de Trump, ni llora, con él, la terrible muerte, en medio de las drogas, de su hijo Daniel y su nieta Ruby.

Tampoco lo ve morir el 30 de abril, dos años después de aquella doble e insuperable tragedia, con la esperanza de irse “con amor”.

La trilogía de Nueva York, de Paul Auster

Foto:Archivo privado

Y sin embargo, en el peor de los casos mi tesis es una tesis relevante porque no es sólo reconocimiento, sino que es la celebración sin ambigüedades y sin ases bajo la manga de un artista del hambre que logró restar las arandelas que se tragan vivos a tantos ficcionalistas. Es agradecimiento a un narrador ejemplar que tuvo fe en la utilidad de la literatura, que trabajó a mano, a diario, como un funcionario de ficción, y que con una voz sin escombros logró encontrar una belleza dentro de la belleza. , con un mundo dentro del mundo. Paul Auster es, sin duda, una muerte en la familia, pero es, sobre todas las cosas, el oráculo: la respuesta que se espera en este preciso momento. Es posible preguntarle cómo se escribe una novela: es hora de empezar, de antemano, con primeras frases como “Tenía trece años la primera vez que caminé sobre el agua” o “Fue el verano en el que el hombre se puso por primera vez”. pie en la luna” o “Hace seis días un hombre voló en pedazos al costado de una carretera en el norte de Wisconsin”, y continúa día tras día.

También conviene consultarle sobre cómo se vive la vida cada vez que uno siente que no es él quien la escribe: si no entiendo mal mi relectura de La invención de la soledad, que me ha hecho pensar que los maestros escritores son maestros. Porque nos sirven para todo, la clave para vivir y seguir viviendo es recordar –“con amor”- que ya tienes edad para ser tu propio padre.

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