Paul Auster es el oráculo. Hace apenas treinta años, el profesor Argüello, que prescribía libros libremente, me hizo leer una novela trenzada que se llamó y se llama Leviatán. Sí, fue perfecto para mí: asombro tras asombro tras asombro. Y la lectura vertiginosa del mismo me convirtió en un coleccionista, como a tantos nostálgicos, en la búsqueda descarada e incesante de todo lo que había escrito tal maestro de tal oficio.
Ya sospechaba que iba a ser escritor no sólo porque se me ocurrió escribir, sino porque, en lugar del personaje para dirigir películas o los nervios para pintar o las ansias de cantar, mi espíritu estaba retirado -esperando una paz ganada-. . a mano alzada – de quien se dedica de lunes a domingo a atar cabos. Pero leer novelas tan brillantes e imposibles de escribir como La música del azar, La trilogía de Nueva York, Mr. Vertigo, La tierra de las últimas cosas y El palacio de la lunaque al final me hizo llorar, me recordó esta vocación tan extraña como cualquier otra.
Muchas de sus obras tienen un escenario común: Nueva York.
Foto:imágenes falsas
Reconstruir el camino de Paul Auster de 1947 a 1997: es decir, su descubrimiento de una oportunidad que suena a destino, su sorpresa ante el misterio de su padre, su pulso con el judaísmo, su amor infantil por el béisbol, su tendencia a responder con ficción a una mundo en guerra, su alma ligada a las ciudades de Nueva York, sus idas y venidas de Estados Unidos a Francia, sus cuadernos de historias de milagros, sus malabarismos para vivir de la escritura, sus influencias, sus intimidades, sus traducciones, sus reseñas, sus poemas enigmáticos como puños cerrados, sus obras de teatro con un pie en el absurdo, sus esposas tan brillantes, sus ensayos sobre la narración, sus diarios, sus novelas sobre la identidad, sus guiones y sus películas –me correspondió recuperar la convicción de que La literatura era un juego, un encuentro entre iguales, una forma de compasión, una tradición de ruptura, una vida detrás de la ventana, y una forma de sostener la mente y digerir esta experiencia que parece un cine rotativo, pero también una rutina como cualquier otra: el trabajo manual y el trabajo de oficina.
Leviatán, de Paul Auster
Foto:Archivo privado
Un salto del monte, también de 1997, subtitulado “una crónica de los primeros fracasos”, deja claro el asunto desde sus primeras páginas: “Mi única ambición había sido escribir”“La posibilidad de ser pobre no me asustaba”, “mi problema era que no tenía ningún interés en vivir una doble vida”, recuerda Paul Auster, pero pronto se lanza, con el orgullo de quien entiende que ganarse la vida es no se trata de hombres menores, a un recuento de todos los trabajos que tuvo que hacer para ganarse el tiempo que requiere el oficio de ficción: jugueteó, hizo juegos de mesa de béisbol, hizo novelas policíacas con la convicción de cualquier taquígrafo judicial y hacía guiones dictados por una voz dentro de él –la voz de una señora con cara de mecenas– que le susurraba “Recuerda que esto no es una obra de Shakespeare, sino una película: hazla lo más vulgar que puedas”.
La invención de la soledad, de 1982, cuenta el momento exigente de la vida en el que Paul Auster pudo limitarse a ser Paul Auster: el momento en el que no sólo pasó de ser hijo a ser padre, de ser poeta a Ser narrador, pero, tras la inimaginable muerte de su padre, recibió la herencia que le permitió convertir la vocación en un trabajo, en una rutina. En ‘Retrato de un hombre invisible’, primera parte del libro, indaga en el distanciamiento de su padre con el mundo, y comprende que es un hombre anestesiado por una tragedia. En ‘El Libro de la Memoria’, el segundo volumen, escribe un mural sobre la vida que comienza cuando una nueva vida está a cargo. Y ahora que he releído el texto, veintiocho años después de la primera vez, tengo claro –porque Auster le lee Pinocho a su pequeño hijo Daniel, noche tras noche– que sólo se es un niño de verdad cuando se consigue rescatarlo. el propio padre. del fondo del mar que es la muerte: eres una sola persona, es decir, eres sólo un drama con un principio, un desarrollo y un final, cuando entregas tu vida a tu propio padre.
La escritora Siri Hustvedt fue la segunda esposa de Auster y su compañera incondicional hasta sus últimos días.
Foto:© Marion Ettlinger
Tampoco lo ve morir el 30 de abril, dos años después de aquella doble e insuperable tragedia, con la esperanza de irse “con amor”.
La trilogía de Nueva York, de Paul Auster
Foto:Archivo privado
También conviene consultarle sobre cómo se vive la vida cada vez que uno siente que no es él quien la escribe: si no entiendo mal mi relectura de La invención de la soledad, que me ha hecho pensar que los maestros escritores son maestros. Porque nos sirven para todo, la clave para vivir y seguir viviendo es recordar –“con amor”- que ya tienes edad para ser tu propio padre.
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