“Un minuto, mi amigo (amigo)”, le dice Pendeza Luundo a un cliente. El restaurante está lleno y ella parece abrumada, pero luego sonríe mientras levanta las tapas de las ollas para mostrarle la comida: estofado de pollo, estofado de ternera, hojas de calabaza con zanahoria, arroz, frijoles… “Trabajo en el Festival Tumaini desde el primera edición. El beneficio económico que me dan tres días de trabajo es enorme comparado con el resto de días del año”. Luundo, una refugiada del Congo, ha vivido en el campo de refugiados de Dzaleka, en Malawi, durante 11 de sus 40 años, y dice que no es sólo el dinero lo que la atrae al festival: “Aquí vivimos con mucho estrés y Hay mucho trauma, por lo que cuando viene gente de fuera, habla, compra, baila e interactúa con nosotros se siente muy bien psicológicamente. Durante Tumaini nadie piensa de dónde eres. Sólo hay alegría”.
De repente, los tambores suenan a lo lejos. Un grupo de mujeres en círculo baila con los pies descalzos cubiertos de polvo. Los pasos de los bailarines suenan en el escenario y el aroma del chapati (un pan de origen indio) llega a todos los rincones del campo. Los niños se unen a la fiesta colándose entre las piernas del público, con mariposas azules pintadas en la cara: vienen directamente de un proyecto que utiliza la pintura para trabajar la salud mental de los jóvenes.
El germen del Festival Tumaini se encuentra en el año 2007, en Lubumbashi, República Democrática del Congo. El poeta y rapero Trésor Nzengu, más conocido como Menes la Plume, recitó entonces en público un poema de protesta sobre la tensa situación política de su país. Días después recibió las primeras amenazas y a los pocos meses decidió huir. En 2008 llegó a Dzaleka, donde se instaló en una choza de adobe y pasó varios años “deprimido, sin perspectivas de futuro y con mucho miedo de quedar atrapado en esa situación”, describe. Menes nunca imaginó que tendría que vivir así, ni que unos años más tarde se convertiría en el primer defensor de los derechos de los refugiados Dzaleka. Sus armas: arte y cultura.
En 2012, Nzengu caminaba por el campo escuchando los ecos de una canción somalí, viendo cómo el polvo de las pisadas del baile de algún joven quedaba suspendido eternamente en el aire, vibrando al ritmo de una guitarra en una rumba congoleña… “ Me dije a mí mismo: tengo que hacer algo”. Reunió a estos jóvenes y les propuso crear un proyecto cultural donde cada uno pudiera expresar su arte. Así nació la Asociación Cultural Dzaleka, embrión que más tarde dio origen a la organización sin ánimo de lucro Tumaini Letu. Dos años más tarde, con Menes la Plume al frente, organizaron la primera edición del Tumaini Fest (en swahili, “Festival de la Esperanza”), proyecto emblemático de la asociación.
Durante tres días de noviembre, el Tumaini extiende sus alas por Dzaleka como un evento cultural excepcional. El festival, de entrada gratuita, es actualmente la principal fuente de ingresos comerciales de Dzaleka y cada año ayuda a la comunidad a generar más de 150.000 dólares (unos 140.500 euros), según la organización. Fue creado en 2014 y en sus ocho ediciones anteriores (una fue suspendida debido a la pandemia de Covid-19) han asistido 99.000 personas, y más de 300 artistas de Malawi, África y el resto del mundo han compartido escenario con artistas de Dzaleka. . Músicos, bailarines, poetas, actores, acróbatas, vendedores, comerciantes, cocineros, costureras… familias enteras multiplican sus beneficios durante Tumaini, haciendo del festival una cita imprescindible para los refugiados, que reciben un pago mensual de aproximadamente 7.000 kwachas (menos de cuatro euros). por ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados. El 70% de la población de Malawi vive con menos de dos euros al día, según datos del Banco Mundial de 2019.
“Los refugiados se pierden la diversión”
Durante el festival, unos pasos más allá del lugar donde el grupo de danza Sowers Dance Crew del campo de refugiados salta y gira en el suelo y en el aire, se hace el silencio en el Theatre Corner. Divine entra en escena y cuenta su historia: cómo fue abandonada por su madre cuando era pequeña, cómo siendo menor contrajo el VIH por una violación, cómo se lo transmitió a su novio sin saberlo… “Estas cosas pasan en Malawi y queremos crear conciencia”. a los jóvenes para que no se repitan”, dice Enokh Nyirenda, actor de Rise Arts, una compañía de teatro creada por estudiantes de Malawi que viene a Tumaini desde hace cinco años. “Me encanta este festival, es diferente a todos los demás. Me encanta que es multicultural, multitribal; colaborar, conectar, compartir comida, hablar, aprender idiomas… aprender de la gente, básicamente”, dice. Y Gloria Kadammanja, la actriz principal, añade: “Los refugiados extrañan la diversión. Durante Tumaini reímos y celebramos juntos”.
Me encanta este festival, es diferente a todos los demás. Me encanta que es multicultural, multitribal; colaborar, conectar, compartir comida, hablar, aprender idiomas…
Enokh Nyirenda, actor participante en el Festival Tumaini
El momento más esperado del festival son los conciertos nocturnos. En esta edición, Eli Njuchi desató la locura de los viernes con el éxito Duwa (flores, en lengua chichewa), con miles y miles de manos apuntando al cielo y el público cantando al unísono; Code Sangala llenó el escenario de amor y baile y la banda de Lazarus Chigwandali, un artista con albinismo, levantó a todos del suelo con sus ritmos locales. El colofón de Tumaini lo puso el artista malauí Zeze Kingston, que mantuvo en vilo a los miles de asistentes hasta su aparición el sábado a medianoche y que cerró por todo lo alto tres días del festival.
La edición más importante
Desde la primera edición en 2014, Tumaini tiene como objetivo promover la coexistencia pacífica, el entendimiento mutuo y la armonía intercultural entre los refugiados y la comunidad de acogida. Pero este año es, en palabras de su fundador, “la edición más significativa del festival”. La orden de reubicación decretada por el Gobierno que obligó a regresar a Dzaleka a miles de refugiados autosuficientes que vivían fuera del campo suscitó críticas de las organizaciones humanitarias internacionales. Las portadas de los periódicos locales reprodujeron discursos xenófobos de miembros del Gobierno, que presentaban a los refugiados como criminales para justificar la orden. “Este año, más que nunca, es necesario reconstruir los puentes para demostrar que la sociedad no piensa así, que hay más espacio para la convivencia que para el odio”, explica Menes.
Uno de los afectados por la orden de reubicación del Gobierno es Mugisha Emmanuel, un hombre de 38 años de la República Democrática del Congo que llegó a Dzaleka en 2010. Cuenta que un día estaba en su tienda de Lilongwe, donde tenía vivió durante 10 años. , cuando sin previo aviso apareció la policía, lo subió a él y a sus cinco familiares a un camión y los llevó directamente a prisión. “Me sacaron de allí a la fuerza y la gente me robó todo lo que tenía en la tienda. La policía me trató como a un criminal. Tuve que pagar 100.000 kwachas (más de 4.100 euros) para llevar a mi hermana y a mi mujer”, dice con la mirada vidriosa, sentado ante una mesa de plástico en el puesto de comida que ha montado para el festival.




Construida sobre una antigua prisión del mismo nombre, Dzaleka significa “No lo volveré a hacer” en chichewa, el idioma nacional de Malawi. El campo abrió sus puertas en 1994 para acoger a miles de refugiados que huían del genocidio en Ruanda y Burundi, y su capacidad inicial para albergar a 12.000 ha sido superada con creces hasta superar las 52.000 personas. Dzaleka desafía la noción preconcebida de un típico campo de refugiados lleno de lonas del ACNUR. Es más bien una ciudad de casas bajas de barro de color ocre, en cuyas calles de arena se encuentran restaurantes, mercados, talleres, tiendas… un lugar que los refugiados han habitado y al que han dado vida. “Este festival ha superado todas nuestras expectativas. Nos hemos sentido muy acogidos”, relata a este diario Andrea Ciudad, una joven española que acudió al acto y que se benefició del Programa Estancia en Casa en Tumaini, alojándose con la familia de Mercy Kabunda, una refugiada congoleña.
Del 2 al 4 de noviembre, Dzaleka se convirtió en un lugar de ocio y alegría donde malawíes, extranjeros y refugiados bailaron la misma canción, comieron el mismo pan y saltaron al mismo ritmo. Menes la Plume es consciente de lo que ha conseguido: “Cuando la gente piensa en los refugiados lo primero que les viene a la cabeza es llevarles comida o tiendas de campaña, pero nadie piensa en su salud mental, que también es una necesidad imprescindible. Ese es uno de los vacíos que la comunidad internacional no ha podido cubrir, y Tumaini trabaja específicamente por y para ello”.
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