Como muchos migrantes que cruzaron de Venezuela a Colombia por el paso Paraguachón, Evelyn Cruz dormía en la calle cuando llegó a Maicao, en La Guajira, hace seis años. “Al principio me pegó fuerte”, reconoce esta caraqueña de 38 años, que cuando llegó viuda y enterró a su marido de este lado de la frontera como pudo. En Caracas “No aguanté más”, dice sin amargura. “Poco a poco dejé de reciclar, pagaba renta, pero me hablaron de La Pista y me vine para acá. Hacía mi ranchito y iba comprando hoja por hoja”, cuenta desde su casa, salpicada de todo tipo de objetos reutilizados, en uno de los asentamientos informales más grandes de América Latina. Poco a poco, también aterrizaron cinco de sus siete hijos y su pequeña nieta. “Salí adelante, con la ayuda que nos han brindado, no todo ha sido tristeza”, dice con optimismo. “No veo volver. Mis hijos ya lo tienen todo aquí”.
El sol es inclemente. Un niño vuela una cometa rosa que se pierde de vista en ese círculo brillante. Aunque la vulnerabilidad de las cerca de 13.000 personas que viven en lo que fue la pista del antiguo aeropuerto es evidente, se esfuerzan mucho por mostrar su resiliencia. Ya no es un lugar tan peligroso como la reputación que le precede, dicen. Cada rancho, muchos levantados solo con láminas de cartón o zinc, tiene un número y pertenece a uno de sus 12 bloques. Y cada bloque tiene un líder y una “rama” que sirve como salón comunitario. El agua -de dudosa calidad- se compra a repartidores que la traen en carretillas tiradas por burros, los aguaburro A diferencia de otros asentamientos en terrenos privados, La Pista fue un lote abandonado hace décadas por la Alcaldía. Sus habitantes son migrantes venezolanos, colombianos retornados e indígenas wayuu, un pueblo binacional.
“Me siento bien aquí en Colombia, tengo más apoyo para la educación de los niños”, dice Lexida Larreal, una venezolana wayuu de 41 años y madre de seis hijos que llegó hace tres años del estado Zulia. “La tarjeta que nos dieron nos cambió la vida”, explica en referencia al Estatuto de Protección Temporal para Migrantes Venezolanos, en vigencia desde 2021. Los líderes comunitarios, reunidos en la sucursal, coinciden en agradecer este hito que, ahora, les permite para recibir atención médica.
Al igual que Evelyn y Lexida, casi tres millones de venezolanos se han radicado en Colombia en los últimos años, impulsados por la crisis política, social y económica del vecino país. Muchos han atravesado los páramos y las montañas, a menudo a pie, pero los que han cruzado Paraguachón enfrentan condiciones desérticas inhóspitas. En ese estrecho y caótico espacio confluyen tractocamiones, mototaxis y carretilleros, conviviendo con cambistas, vendedores de vino tinto o empanadas. También existen muchos senderos, o pasos informales, bajo el control de grupos criminales. El 45 % de los venezolanos que ingresaron a Colombia por Paraguachón en 2022 siguió hacia Bogotá, mientras que el 40 % se dirigió a otras ciudades de la región, especialmente a Barranquilla, la gran ciudad del Caribe, y Maicao.
Boletin informativo
Análisis de la actualidad y las mejores historias de Colombia, todas las semanas en tu buzón
RECIBE EL
“Hemos detectado que siguen siendo muy altas las salidas de Venezuela hacia Colombia, y siguen apareciendo poblaciones vulnerables, sobre todo mujeres, cabezas de familia, con alrededor de tres o cuatro hijos, que deciden salir para buscar una respuesta a sus necesidades”. el explica. Alejandra Castellanos, jefa de la oficina de ACNUR en Maicao, la agencia de la ONU para los refugiados. Los dos países comparten más de 2.200 kilómetros de frontera porosa, que a estas alturas está completamente diluida. 180.000 venezolanos ya viven en La Guajira, 80.000 de ellos en este municipio fronterizo.
---Las ‘casas noruegas’
Para llegar a Maicao hay que darle la espalda al mar y recorrer los 78 kilómetros que la separan de Riohacha, la capital departamental. Otros 12 kilómetros más adelante está Paraguachón – y un par de horas después, Maracaibo, una de las ciudades más golpeadas por la crisis venezolana. La carretera, en línea recta, cruza la península, la parte más septentrional de Colombia en Sudamérica, y atraviesa un paisaje árido, con trupillos y cardones –una especie de cactus– a ambos lados de la vía. La Guajira, donde el agua escasea y abunda la pobreza, es el departamento con mayor nivel de necesidades básicas insatisfechas –pese a recibir regalías millonarias por petróleo y carbón–.
En un momento, familias enteras dormían en las calles y parques de Maicao. Ante la crisis, en 2019 ACNUR construyó el primer Centro de Atención Integral (CAI) para migrantes venezolanos, colombianos retornados e indígenas wayuu que necesitaban alimentación y albergue, además de ofrecer otros servicios como salud, educación y asistencia jurídica. Con una pandemia de por medio, la pequeña ciudadela atendió a más de 10.000 personas en tres años, pero a mediados de 2022 la respuesta humanitaria cambió para enfocarse en integrar a esta población a las comunidades de acogida.
El CAI llegó a más de 200 unidades de vivienda para refugiados (RHU). La mitad de esta infraestructura permanece instalada para atender una eventual emergencia, pero se han trasladado otras cien unidades para beneficiar a familias refugiadas, migrantes y desplazadas. Seis de estas RHU ahora sirven como las flamantes aulas de la escuela Pueblito Wayuu, una de las 12 instituciones en las zonas rurales de Maicao que solían enseñar al aire libre hasta que recibieron estas estructuras.
Ender Fernández, un wayuu venezolano de 33 años dedicado a la panadería, padre de cuatro de los estudiantes, las llama “las casas noruegas”. Con sus manos ayudó a instalarlos en la escuela, después de haber habitado uno durante más de un mes durante su paso por el CAI. “Decidí migrar por la educación de los niños, todo era muy inestable”, dice. “Ya tenemos otra cara. Ha llovido y no nos mojamos”, celebra Érika Enríquez, maestra de primaria, momentos después de terminar la clase de matemáticas para una veintena de niños de quinto grado.
Otra de las casitas se encuentra en la sede de Un corazón sin fronteras, de la comunidad marista, cuyo patio da a La Pista. Kenia Navas, ella misma migrante venezolana, dirige desde hace cuatro años el proyecto que atiende a los niños con refuerzos escolares, actividades artísticas y culturales. Se han registrado más de 3.000 familias. “La Pista tiene muchos dolientes”, explica en referencia a la presencia de ONG y agencias de la ONU, más de 30 organismos de cooperación. Es un asentamiento impresionante porque, además de su tamaño, la miseria es muy notoria, destaca. “No hay agua potable, no tienen ningún tipo de servicio, se roban la luz, cuando llueve se desborda el alcantarillado… hay un sinfín de situaciones. Está enfadada por los niños, que son los que más sufren”.
Maicao sabe de migraciones. Ha recibido diferentes oleadas de libaneses, sirios y palestinos, como lo demuestra una de las mezquitas más grandes de América Latina, con un minarete de 31 metros de altura rematado por una media luna de cobre. La mezquita fue inaugurada en 1997 y el mármol de los pisos y baños fue traído de Venezuela. El edificio es un testimonio de los buenos tiempos, cuando Maicao era un puerto libre famoso por su comercio. El alcalde, Mohamad Dasuki, de ascendencia árabe, se ha comprometido a no sacar a los habitantes de La Pista por el camino difícil. Pero su mandato termina con este año electoral. En la región existen más de medio centenar de asentamientos informales, y todos se debaten, como La Pista, entre la expectativa de que sean legalizados y el temor a un desalojo inesperado.
Suscríbete aquí al boletín de EL PAÍS sobre Colombia y recibe toda la información clave de la actualidad del país.