Mata el libro | Página|12 – .

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En la Edad Media los libros eran considerados piezas de valor incalculable, más allá de los textos que contenían. Eran auténticas obras de arte realizadas por monjes caligráficos, artistas anónimos que en la soledad y el silencio de sus claustros copiaban a mano e iluminaban, letra a letra, el La Biblia de Jerónimo cualquiera El libro de horas. Ese trabajo paciente se hizo en el escritorio, literalmente: “el lugar para escribir”, una sala de los monasterios destinada a copiar manuscritos, incluso se llevaban el trabajo a casa: se sabe que también iluminaban los pergaminos en una especie de cubículos situados junto a los claustros o en los suyos propios. células. Independientemente de dónde fueron creados, los libros se copiaban en el complejo alfabeto medieval: palabras encadenadas entre sí, sin espacios de separación, no había letras mayúsculas ni minúsculas, ni signos de puntuación. Cada libro requería varios años de preparación, aunque este detalle importaba poco o nada: en el siglo XV no había muchos lectores. Felipe II, el Temerario, duque de Borgoña, afirmaba tener la biblioteca más grande de su tiempo; sus estantes sumaban poco más de seiscientos ejemplares.

En aquella época, un orfebre alemán, natural de Mangucia, conocido con diferentes nombres:Johannes Gensfleisch zur Laden zum GutenbergJuan Gutenberg, Johannes Gutenberg—, Dio a conocer un nuevo tipo de imprenta que había requerido años de trabajo secreto. Fue un artefacto corpulento que replanteó la forma en que se hacía la impresión hasta esos días. El Biblia de 42 líneas fue la prueba elocuente. El nombre no contenía ningún enigma: se refería al número de líneas, en dos columnas, de cada una de las mil doscientas ochenta y seis páginas impresas por aquella nueva máquina de tipos móviles. Eran dos volúmenes tan imponentes y bellos como los realizados por los monjes copistas, aunque con una diferencia esencial: se podían hacer doscientas copias en mucho menos tiempo del que les tomaba a los monjes dispuestos componer una sola copia.

En pocos años las imprentas se multiplicaron en las principales ciudades de Europa. Segovia fue la pionera, en 1472 publicaron Sínodo de Aguilafuente, un volumen que contiene las actas del sínodo diocesano celebrado en Aguilafuente. Gutenberg había muerto cuatro años antes, por lo que nunca supo de aquel acontecimiento y menos aún de que su imprenta de tipos móviles constituyó, junto con la caída del Imperio Romano de Oriente y el descubrimiento de América, uno de los tres acontecimientos que marcaron el fin del siglo XIX. la Edad Media y el inicio de la Edad Moderna. Lo cierto es que a principios del siglo XVI ya se imprimían más de treinta mil títulos al año. Europa tenía entonces cien millones de habitantes, la mayoría de ellos analfabetos, por lo que, como señala Robert Escarpit en La revolución del libro, una gran cantidad de estos volúmenes fueron a parar a bibliotecas y universidades. Era natural que las ediciones no superaran el centenar de ejemplares. El número creció a mediados del siglo XVI, y ya entonces se imprimían mil ejemplares de cada título. En el siglo XVII llegaron a tres mil. Voltaire decía que en su época se podían estimar cincuenta lectores para un libro serio y quinientos para un libro agradable.

El 13 de septiembre de 1810, apenas cuatro meses después de la Revolución de Mayo, Mariano Moreno fundó la Biblioteca Nacional. Ciertamente, los libros se convirtieron en uno de los vehículos de esa Revolución, desde entonces proclamamos con orgullo nuestra calidad de lectores, nuestro culto al libro. Quizás la imagen de Martín Fierro leer en voz alta en las tiendas de comestibles puede ser un ejemplo definitivo. Borges entendió que la lectura es una forma de felicidad y señaló: “De los diversos instrumentos del hombre, el más sorprendente es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es una extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”. Ir con un libro en la mano fue una de las consignas de la monumental marcha en defensa de la Universidad Pública que se realizó en todo el país el martes 23.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que nos presumíamos de la cantidad de títulos que se editaban en estas tierras, celebrábamos la cantidad de ejemplares que se editaban. Lamentablemente hoy no estamos aquí para celebraciones. Un informe de la Cámara Argentina del Libro indica que por estos días la tirada promedio alcanza los mil ejemplares. Hay varias razones para el desastre, desde el coste del papel hasta el precio de venta. Lo cierto es que el Ministerio de Educación eliminó el programa “Libros para aprender”: se cancelaron los catorce millones de ejemplares que habitualmente se compraban para distribuir en las escuelas de la Nación. En definitiva, ¿para qué hacer ese gasto? Sí, como señala el gobernante del país, “la educación pública ha hecho mucho daño al lavarle el cerebro a la gente”. Ese mismo tipo, derrochando alegría, asegura que nos llevará a la Argentina del siglo XIX; En cuanto a la circulación de libros, toquemos las campanas libertarias: ya estamos en la Europa del siglo XVI.

 
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