Años sesenta, la última época dorada del arte español

Años sesenta, la última época dorada del arte español
Años sesenta, la última época dorada del arte español

Es quizás la década dorada de una de las mejores generaciones del arte español de toda la historia. Tàpies, Manolo Millares, José Guerrero, Oteiza, Canogar, Chillida, Antonio Saura, Esteban Vicente y Martín Chirino no sólo encontraron en los años sesenta un reconocimiento que pocos imaginaban, sino que produjeron muchas de sus principales obras. Algunos ya habían empezado a encontrar un lenguaje personal a finales de los años cincuenta. La obra de Tàpies de aquellos años destacó con una fuerza indiscutible. Participó en las ediciones de la Bienal de Venecia de 1952, 1954, 1956 y 1958 (donde Gris con cinco perforaciones. y Marrón con huellas dactilares laterales No. LXIIIy donde también participaron Chillida y Saura) y en la Bienal de Sâo Paulo de 1957. Pero el gran momento llegó en 1960. Formó parte de la exposición colectiva Nueva Pintura y Escultura Española, organizado por el MoMA de Nueva York.

Dos años después, en 1962, y con sólo 38 años, el Guggenheim le dedicó una exposición antológica. En 1964, la III Documenta de Kassel –el evento más importante del mundo del arte que se organiza cada cinco años en la ciudad alemana– obtuvo una sala especial donde, invitado por los curadores Arnold Bode y Werner Haftmann, expuso ocho obras creadas entre 1955 y y 1964. Vuelve a coincidir con Saura. También participa en el colectivo. Pintura y escultura de una década (Tate, Londres). Tàpies, en su época dorada, ve brillar el camino. Demasiado pronto en su vida ya era demasiado tarde. Especialmente para coleccionistas y museos alemanes y americanos. Como reconoció su galerista madrileña, Soledad Lorenzo: “Siempre fue caro”.

Hoy esos sesenta son los cuadros más cotizados y gran parte pertenecen a colecciones y coleccionistas americanos. “Quizás estas personas deberían ver mejor, porque sus setenta, ochenta y noventa también son extraordinarios”, concede Manuel Borja-Villel, exdirector del Museo Reina Sofía y de la Fundación Tàpies. “A veces un determinado discurso [plástico] se vuelve dominante, pero su trabajo es mucho más complejo”, reflexiona. Sin embargo, en esa década ya trabajaba con la poderosa galería neoyorquina Martha Jackson, donde conoció a Franz Kline, Willem de Kooning, Motherwell y Hans Hofmann.

Fue un comisario franquista, Luis González Robles, quien resultó fundamental para la carrera de esta generación, especialmente para el propio Tàpies (1923-2012). Desde fuera, la dictadura de Franco fue, tras la Segunda Guerra Mundial, una anomalía histórica y esto despertó la curiosidad en el exterior sobre lo que estaba pasando en España. En ese páramo trabajaron artistas de gran talento cuya pintura, la abstracción lírica (Guerrero) o la informalista (Canogar), no suponía ninguna amenaza para el régimen. Al contrario, fue un trompe l’oeil de la modernidad. Y muchos artistas –aunque eran conscientes de que la dictadura quería aprovecharse de ellos– mostraron una mínima resistencia. El incansable González Robles intentó enseñar en el extranjero, especialmente en Estados Unidos, una España moderna y libre; un espejismo.

En este contexto histórico, y como si no existieran las leyes físicas, se produce una época extraordinaria en el arte español. Volviendo a Tàpies: “Los años sesenta, más allá de lo que está pasando en el mundo, es cuando el creador catalán toma posición y decide plantearse y ser plenamente consciente, aunque ya lo era, de la función social y política del arte”, apunta Imma Prieto, directora de la Fundación Tàpies. “Es un artista inmenso, pero en su posición política mezcla luces y sombras”, observa el crítico de arte Fernando Castro Flórez. Su antifranquismo es más epidérmico y superficial. Miró se opuso al régimen con más fuerza”.

Rafael Canogar retratado en su estudio.
Rafa Sámano (Portada/Getty Images)

Después del pintor catalán, quizás Manolo Millares (1926-1972) fue el gran artista de aquellos años sesenta. Tuvo una vida corta y poco éxito comercial. Sus arpilleras, que empezó a fabricar en los años sesenta, hoy valoradas en miles de euros, fueron rechazadas incluso por su casera como pago del alquiler en Cuenca. Prefería confiar en él. El talento a veces es ingrato. Como la constante, e injusta, comparación de él con el italiano Alberto Burri (1915-1995), que trabajaba quemando lienzos.

Fuera, en el mundo, esos años “generaron obras de altísima calidad en muchos lugares, muchos artistas diferentes, muchos lenguajes visuales”, afirma el comisario independiente Bartomeu Marí. “¿Porque? Quizás por la sensación de opulencia y avances en todos los sentidos (económico, técnico, científico) tras la Segunda Guerra Mundial y, por otro lado, la crisis que todo eso genera (Vietnam, mayo del 68, liberación sexual)”, reflexiona. . él.

La escultura ‘Variante ovoide del vaciado de la esfera’, de Jorge Oteiza.
Alamy Foto de stock

Bajo esta tensión, cada artista busca su propio lugar. Chirino habla inglés y esto le ayuda a trabajar con galerías americanas y francesas, Oteiza gana el Primer Premio de Escultura en la Bienal de Sâo Paulo en 1957 por sus piezas que relacionan la geometría del espacio con luces y sombras, Esteban Vicente (1903 -2001), A pesar de nacer en Segovia, vivirá casi toda su vida en Estados Unidos.

Un joven granadino desconocido, José Guerrero, llegó a Nueva York en 1949 con la memoria llena de poesía. De familia humilde, su madre era lavandera; Un día, bajando de la Alhambra, se encuentra con Lorca, quien le dice: “Tira los papeles al aire y ve a buscar el mundo”. Hizo honor a la frase. Cada país es una patria para un hombre y un exilio para otro. Se casó en París en 1949 con Rosanne Pollock, periodista de la revista vida, y en 1954 expuso en una de las mejores galerías americanas: Betty Parsons. Se hace amiga de Rothko, Motherwell, Kline. Un año antes había adquirido la nacionalidad americana y hasta 1963 no regresó a España. Ella absorbe el expresionismo abstracto y el museo Guggenheim le compra un mural. Tiene cerca de 40 años.

“Es una época, los años sesenta, en la que las grandes colecciones adquirieron su obra. Está influenciado por esa corriente pictórica, pero no hay que olvidar que él mismo se inventó”, explica Yolanda Romero, exdirectora del Centro José Guerrero. Antes que él sufrió una crisis personal (1958-1963) que le llevó al psicoanálisis. “De ahí surge una pintura más tranquila y reflexiva, alejada del expresionismo”, aclara Romero. Y en 1966 pintó, quizás, el cuadro más simbólico de él, La brecha de Viznar, respuesta a su amistad con la familia Lorca y al trauma de la guerra. “Alegoría transparente, en ocres, grises, rojos y negros del asesinato de Federico García Lorca, un cuadro que empezó en Nueva York y acabó en Madrid”, describió el crítico Juan Manuel Bonet. La dictadura sólo encontró una resistencia mínima. La abstracción nunca fue un peligro.

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